Y nunca lo hubo

Y nunca lo hubo

Daniel Grand

29/11/2020

¡Hola! ¡Qué suerte que viniste!

¿Sabés que no me dejan jugar con los pibes del barrio? Me dijeron no sé qué del Coronavirus… Yo les contesté:

—¡Qué Coronavirus ni qué ocho cuartos! Si viene le rompo la cara, le rompo. El ojete le rompo. A patadas. ¡Coronavirus a mí! ¡Ja! 

Pero ni caso. No me dejan. Es una injusticia. Los niños del mundo debiéramos rebelarnos. No tenemos nada que perder salvo a nuestros padres, y ya va siendo hora.

¡Con lo que me gusta jugar a la pelota…! Pinocho es un campeón, aunque a veces le gano. Jugamos partidos de cabeza en la vereda. Los arcos van desde el árbol hasta la pared de las casas y, aunque el campo es solo desde un árbol al siguiente, casi que no alcanzo. De cabeza cuesta mucho. Él sí llega. ¡Es tan fuerte Pinocho! Si la paro con el pecho, me deja patearla y de tan cerca casi siempre le meto un gol. 

Lástima que él prefiera la lucha. Jugamos a ver quién mantiene al contrario de espaldas contra el suelo mientras se cuenta: uno, dos, tres; pero rápido, ¡eh! Como antes perdía siempre, ahora hago trampa. Soy un piola yo: para que mi espalda no toque el suelo, me pongo boca abajo y él no consigue darme la vuelta. ¡El muy boludo me aplasta con su peso y dice que me va a asfixiar si no me rindo! No se da cuenta de que puedo respirar igual. Se pasa todo el rato ahí encima y así no pierdo. Pero me gusta más el fútbol. Además, ahora tengo que tener cuidado: papá se enfadó mucho conmigo cuando nos vio jugando a luchar, y me hizo prometerle que no lo iba a hacer más. ¡Será pelotudo el viejo!

El petiso Sergio es diferente, sabés Daniel: es más como vos. Sus padres confeccionan a mano, en su casa, fundas y estuches de piel para relojes, joyas y esas pavadas. Apenas entrás se siente el olor a cuero y cera, un aroma que hace soñar. Sergio es un genio. Conmigo habla en argentino, claro: ¡somos argentinos! Aunque el turco Omar, cuando nos ve, grita: «¡El judío y el gallego!» y se ríe. ¿Por qué dirá eso? Los viejos de Sergio son armenios y los míos catalanes. El Turco se cree más argentino que nadie, se cree. ¡Pero si sus viejos son de Líbano! Aunque Sergio conversa en argentino conmigo, con sus padres lo hace en ladino. En la escuela estudia en hebreo; pero en el patio, además, ¡hablan en ídish! Imaginate, el Petiso es un genio, viste. Con él, más que jugar charlamos. A veces me deja sentar en el asiento del conductor en el coche de su papá, un Plymouth del 48, estacionado siempre delante de su casa. Negro, brillante, una escultura; ni Miguel Ángel, che. Cuando entrás al auto, te cachetea la nariz el mismo olor a cuero de los estuches. Antes me dejaba usar los pedales, pero ahora no. Pasa algo con la nafta y el motor, si apretás muchas veces el acelerador, después no arranca. La bocina tampoco me deja; sin embargo, a veces, le doy un toque suavecito, ¡cómo se cabrea Sergio!

Estos últimos días, Pinocho y Sergio me están dejando de lado, ¿sabés? Todas las tardes van con Rubén al abandonado edificio en construcción de la calle Terrero. Rubén es el hijo de los gallegos del almacén de la esquina. Se encierran con él en la caseta de la obra y no me dejan entrar. ¿Por qué preferirán estar con él en vez de conmigo? ¡Si es más chico! Además, siempre se le cae la baba y, como va con la boca abierta, tiene los labios muy paspados. Les hago de campana. Si viene alguien, como no sé silbar, tengo que cantar «Muchacha…» de Almendra.

A veces, como me aburro porque nunca viene nadie, la canto igual. Los dos salen con la cara roja como un tomate y cuando se dan cuenta de que es broma me reputean de lo lindo.

Hace poco fui a comprar al almacén. Rubén se puso muy nervioso al ver que hablaba con su mamá. Ella me confesó lo contenta que está de que su hijo tenga tan buenos amigos: es la primera vez. Al irme apareció Rubén disparado y me pidió llorando que no le cuente nada a sus viejos, que me va a hacer todo lo que yo quiera. Pronuncia tan gangoso que cuesta entenderlo y tampoco sé a qué viene tanta historia. Como me dio pena le respondí:

—Mirá, jurame que vas a hacer todo lo que te pida.

—¡Lo juro por Dios! —contestó más animado.

—Entonces, volvé al almacén y te quedás tranquilo, que yo no le voy a contar nada a nadie.

¡Pará! ¿Estaré rompiendo esa promesa al contártelo a vos?

Hace un rato vinieron con el barbijo puesto y me dijeron:

—Abuelo, vamos a pasear y puede venir con nosotros. Pero solo si se pone la mascarilla y no se la quita. También tiene que hacernos caso y no acercarse a los niños.

—¡La concha de la vaca puta! ¡No! ¡Yo quiero jugar! Bueno…, sí. Acepto. Me portaré bien. —Aflojé: cualquier cosa antes que quedarme en casa.

Y al salir, Daniel, descubrí algo terrible: ¡han robado los árboles de la acera! Hasta media vereda ha desaparecido. El cielo, no me vas a creer, ¡incluso el cielo es pequeño! Cuando miré al horizonte, estaba ahí mismo. Unas montañas tapan la mirada. ¿Adónde se fue el campo? También el aire olía raro, como a mar; y el viento… ¿Qué viento sería ese? El norte no era, ni el pampero ni la sudestada, era viento nomás. Pero lo peor son los niños. Es como en el libro de Alicia, parece que han bebido pishsolver: ¡todos han encogido! Apenas me llegan a la cintura. El mundo entero se ha vuelto pequeño…

Es por eso que hoy te pedí que vengas a verme, Daniel: me quiero despedir de vos. He decidido abandonar la partida. Acá ya no hay sitio para un niño tan grande como yo.

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