El juego de Penélope

El juego de Penélope

Leonor Vallejo

29/11/2020

Continuaban las obras en la calle a la que daba su vivienda, dichas obras se habían iniciado antes del confinamiento, el pavimento permanecía abierto desde hacía al menos un año con las consiguientes molestias a vecinos y transeúntes. Estaba aburrido de asomarse al balcón y comprobar la cantidad de baldosas que aún quedaban por colocar. 

Es más, el ingeniero de las obras corregía constantemente la labor de los albañiles, les desbarataba lo que habían construido que debían componer de nuevo. De modo que la pavimentación de la calle se le antojaba una tarea interminable. Como si fuera la misma Penélope de la Odisea la encargada de las obras, que lo que tejía de día lo deshacía por la noche. La fiel Penélope aguardaba el regreso de su esposo Odiseo, sin embargo un buen puñado de pretendientes no desistían en su empeño de desposarse con ella. La mujer les aseguró a los pretendientes que elegiría marido cuando terminara de tejer un sudario para el rey Laertes, padre de Odiseo. Y el sudario nunca estaba acabado por eso mismo, porque lo que tejía era desbaratado posteriormente, igual que las obras. 

Por las mañanas, el sonido del martillo hidráulico y la radial que provenía de debajo de su balcón era el despertador más efectivo. A veces escuchaba aquel ruido durante toda la mañana hasta el punto de que tenía que irse a dar una vuelta antes de que lo volvieran loco. Afortunadamente en las últimas semanas los obreros se han marchado con las herramientas al otro extremo de la calle, donde da por supuesto que continúan despertando y dejando atontados a otros vecinos. Al salir a la calle en obras, hay que preguntar primero a los albañiles si se puede pisar por aquí o por allí, porque nunca se puede cruzar la calle por el mismo lugar. Los obreros sitúan unas vallas metálicas de forma que quede un pasillo para circular, esas vallas no se encuentran siempre en la misma zona. 

Las labores en la calle, que comienzan muy temprano, se interrumpen a las seis de la tarde, lo que coincide con el horario máximo permitido para echar el cierre a actividades que no se consideran esenciales, al menos en Andalucía. Las tiendas de alimentación no tienen restricciones semejantes y hacia un supermercado se dirige pasadas ya las seis de la tarde. Mientras eleva los pies procurando no tropezarse con las baldosas que todavía no están puestas, estima que la reparación de la calle debería clasificarse como actividad sumamente esencial. Todo el mundo se pregunta por qué están tardando tanto en construir las aceras y la calzada, y es que muchos desconocen la intervención de un ingeniero perfeccionista hasta la exageración. El otro día los obreros tuvieron que desmantelar buena parte de la acera porque sobresalía unos milímetros según las medidas previstas en los planos. Así no había manera de avanzar. Y el que estaba verdaderamente harto de ese impasse era el dueño de una cafetería que hay frente al edificio donde habita, pues entre el pasado confinamiento, las restricciones actuales y el difícil acceso a la calle, no ve manera de atraer clientes al local como antes, cuando se disfrutaba de la normalidad tanto en materia de salud, no existía el coronavirus, como en materia de urbanismo, cuando la calle era fácilmente transitable. En el supermercado adquiere los productos necesarios para luego regresar rápidamente a su apartamento, ya que actualmente el lugar donde uno se encuentra más seguro es en casa. 

Cuando llega el domingo, la calle se vacía de albañiles que hacen cálculos para evitar que el ingeniero les haga levantar la acera por unos milímetros de más. Pero la mañana del lunes los obreros volverán sin ninguna duda. O quizás no, si llueve tal vez no emprendan su tarea. Han tenido varios días de lluvias, ha habido días en que el agua caída del cielo no cesaba de mojar las baldosas, los adoquines, el cemento, las vallas metálicas. Al empezar los chubascos los obreros desaparecieron, también era mala suerte para la calle que haya días que estos no puedan reanudar su trabajo o lo dejen interrumpido debido a la lluvia. Que no, que no avanzan. «¿Las obras van a durar eternamente?», se preguntan los viandantes que cruzan la calle eludiendo baldosas sueltas y charcos. Por la noche, los jóvenes que no hacen caso del toque de queda de las diez hacen sonar las vallas metálicas agitándolas a su paso. Sus días en este mundo acechado por el virus transcurren entre libros, no le presta tanta atención a la televisión; hojea la Odisea, los párrafos dedicados a Penélope y a su tejido sin concluir, y otros volúmenes más. 

Se encuentra prácticamente confinado, como el mundo entero en la primavera anterior, aunque el suyo se asemeja más a un autoconfinamiento. Las calles ya no parecen pertenecer a las personas, además por la suya apenas se puede circular. Bueno, no les pertenecen ni las calles ni los bares ni las tiendas, ni cualquier rincón donde se pueda acumular la gente con el riesgo de contraer el virus. Los humanos sienten miedo de percibir próxima la respiración del otro. En la calle se guardan las distancias. Las calles ya no sirven de plataforma para celebraciones, nada de Semana Santa ni ferias o Reyes Magos, se tiende a erradicar las multitudes. Las calles están vacías a las diez de la noche, su calle más vacía si cabe porque los viandantes tienden a buscar vías accesibles. Se acoda en la barandilla del balcón mientras fuma, las luces de las farolas despejan la oscuridad reinante. Ni avanzan las obras ni avanza su vida aparcada en el apartamento de un viejo edificio. Pero Penélope en realidad no espera en vano, tanto tejer y destejer le ha servido de algo, para ganar tiempo, solo hay que tener paciencia, porque al igual que Odiseo regresó a sus brazos, las obras algún día finalizarán y el virus desaparecerá, y aquella calle, las calles, volverán a pertenecer a las personas. 

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