SUR

Un negro arroja desde un quinto piso una bolsa de plástico. Quizás contenga un juego de llaves, el permiso de residencia o un corazón sangrante, latiendo aún. ¡Qué suerte tener cinco metros de terraza! En África teníais el Sáhara para vosotros. Aquí con un pedazo de baldosas al sol sois como dioses egipcios. Aunque no podáis salir de este barrio confinado. 

En una calle angosta, un tendedero. De él cuelga una sábana térmica, de esas que impiden que uno se congele a las once de la noche si no tiene calefacción. Tiene polvo de suelas y de restos de combustión de los vehículos que bajan hacia Peña Prieta. No es igual tender en una casa a las afueras de la Habana, que en la puerta de un bajo de Vallecas. Al lado de una fuente, un zapato huérfano. Las cotorras argentinas se agolpan en los gigantescos nidos de las acacias. Se aparean, chillan, pelean… Pero esto no es ningún paraíso tropical. Es Madrid, a pocas paradas de la Puerta del Sol.

En la esquina prospera la tienda de enseres usados. Cómodas pintadas de color turquesa, decenas de jarrones de cristal, todos iguales, figuritas de porcelana de las que adornaban las estanterías en los ochenta… Incluso venden un frasco vacío de perfume caro. Hay plantas, únicas supervivientes de los desahucios de donde proceden. También hay somieres, ropa con olor a naftalina y un globo terráqueo para licores de los que presiden los despachos. Espejos que devuelven la imagen al curioso pillado in fraganti, deslucidos, sin brillo. Todo casi tan caro como si fuese nuevo. Objetos de segunda mano para ciudadanos de segunda mano.

Los manteros se agolpan en Monte Igueldo, ofreciendo muñecas sin brazos, libros de aquéllos que regalaba por entregas “El País”, destornilladores oxidados, ocho pilas a un euro, carteras de imitación y otros cachivaches tal vez procedentes de sus propias casas, expuestos ahora en la calle casi de manera pornográfica. También tienen mascarillas higiénicas. Ni Mango, ni Zara, ni H&M. Si quieres comprarte un jersey están  la «ONG Humana», el chino o la tienda de ropa importada de Colombia. Ésta ofrece corpiños de poliuretano, leggings de cuero  falso y exiguas camisetas de colores chillones expuestas sobre los pezones cortantes de los maniquíes, que arrancan erecciones a la clase obrera para luego desahogarse en algún local de apuestas o en alguna taberna adornada con rosas de plástico. Una «Churroteca» no resiste junto a un piso patera o a un narcopiso: el negocio dura unos meses. Aquí sobreviven los bares que se llaman “Casa Pepe”, que huelen a aceite refrito y que sirven el clásico pincho de tortilla, un chato de vino o un café con leche. Si pides una infusión te ponen una manzanilla, aunque no te duela el estómago ni tengas diarrea. Las gitanas van a hacer la compra en pantuflas y pijama, con un anorak de plumas para disimular. En una tienda de arreglos hay un cartel: «Vestidos de luto a medida”.

Y bajo el puente de la M30, los indigentes. Sus siluetas fantasmagóricas aparecen al salir del metro, tumbadas o sentadas sobre sillas destartaladas. Se hacinan en colchones amarillentos, llenos de viejos círculos de orines. Sobre uno de ellos hay un folleto publicitario de «El Corte Inglés» y otro de los Testigos de Jehová: “Jesús te ama”.

NORTE

Las señoras se arreglan para ir a misa. En una tienda de decoración, cuentos de medio metro de Tintín en francés ocupan todo el escaparate. Los locales compiten por ofrecer el diseño más exclusivo a sus clientes. Algunos inspirados en ambientes coloniales, de grandes plantas exóticas y sofás tipo Chester como el “Perrachica”. Otros, veganos como el “Escafandra”, con frases en las paredes recordándonos la necesidad de proteger el planeta. Menú: heura en pepitoria, jackfruit y torreznos vegetales. Todo gluten free. Hay también trattorias italianas y hoteles con zona chill out donde puedes tomarte un cóctel escuchando «What a wonderful world» de Louis Armstrong. Las terrazas de los restaurantes, llenas. Los hospitales, también. 

Tiendas de calzado ergonómico, gimnasios con spa, despachos de abogados, escuelas de negocios, centros de idiomas. Embajadas, galerías de arte y estudios de arquitectura. Apartamentos en venta a quinientos mil euros con piscina y zonas verdes. ¡Oh sí, zonas verdes! Y los niños van en patinete eléctrico a clases de canto, de piano, de pádel… Hay parques para mayores exigentes que no se conforman con jugar a la petanca y abundan las clínicas dentales que garantizan sonrisas perfectas, incluso tras una FPP2. La basura se saca a partir de las ocho de la tarde  y los portales tienen  un ascensor de forja, portero incluido. Los residentes sacan a pasear a sus perros por Sagasta: Chihuahuas, Chow-Chow, Yorkshire, Pomerania… Uno acaba de defecar delante del escaparate de Massimo Dutti. Las prendas con un buen corte y tejido obran milagros sobre un cuerpo con forma de botijo que a priori no parece mejorable. Boutiques de ropa traída de Camden Town conviven con marcas más conocidas, donde venden prendas aptas solo para ciertos bolsillos. Y con el simple gesto de cruzar la Castellana se accede a Vittorio & Lucchino, Christian Dior o Armani. Allí nadie se escandaliza porque un bolso cueste tres mil euros. Pero eso es otro Barrio.


BARRIO CERO

La luz de la tarde se filtra entre las hojas ocres y amarillas que va dejando el otoño. Se pueden encontrar esquelas en las puertas de los portales cuando alguien muere y a la hora del recreo se escucha la algarabía de los niños en los patios. Los días de sol la luz deslumbra y cuando llueve los charcos reflejan a edificios y paseantes. El viento arrastra algunas ramas caídas y huele a tierra mojada en los parques. Las farolas se encienden al atardecer y de vez en cuando aparece un cartel sobre ellas de un perro o un gato extraviado. Siempre hay algún balcón que alegra la calle con sus plantas. Geranios, esparragueras, petunias, ciclámenes, cintas… Y cada cierto tiempo se ve a alguien asomado, mirando por la ventana, quizás aplaudiendo.

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