Un viejo cruza la calle con andar dolido, sus zapatillas están raídas, y la mascarilla de poco le protege. Cuando llega al otro extremo, da la vuelta y vuelve. Siempre hace lo mismo, sorteando el tráfico. El paso de peatones está a solo dos metros a su derecha pero él cruza por la selva.
Lleva un jersey de punto gris con algunos desconchones. Carla lo ha visto ya varias veces desde la ventana del autobús que la deja en la Chana, y se pregunta por qué lo hace. La policía lo ha parado a menudo, pero él siempre vuelve.
Hoy, precisamente, mientras observa al anciano alejarse hacia el otro lado de la calzada, una pasajera, también asidua a esta línea, y de la que Carla pensó que podría ser toxicómana, cae fulminada en mitad del pasillo. El conductor ha frenado de inmediato provocando un estrepitoso chirriar de neumáticos. La gente dentro del autobús grita que una mujer se ha muerto. Quizás solo sea un desmayo, piensa Carla. El viejo andrajoso ha llegado al final de la acera y se da la vuelta, como siempre, solo que esta vez no vuelve al otro lado sino que va hacia el autobús. Un pasajero ha llamado a una ambulancia. Carla decide apearse para no llegar tarde al instituto, las clases no se han suspendido a pesar de la pandemia. En la escalinata del bus se cruza con el perturbado, le cuesta subir, y ella coge su brazo y le ayuda, siente que debe hacerlo aunque le dé desconfianza, para algo ha elegido hacer un módulo de atención a personas dependientes. Él la mira, y con voz grave y aserrada, le confiesa:
—Puede que sea mi hija, desde que me destrozó el corazón no sabe como romper el hielo con su padre. Le echaré un vistazo, fui médico ineficaz antes que loco.
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