Aquel enigmático profesor, siempre con migas de galleta en su enmarañada barba, había logrado apasionarnos. Tenía esos zapatos marrones con suela de peatón empedernido y la mirada atenta a cada gesto o palabra que se producía en su presencia.
Vehemente admirador del comportamiento humano, había sido capaz de dirigir nuestro interés a esas pequeñas acciones que sin su mirada no podíamos ver. “La calle es el aula perfecta” —pregonaba, y nos permitieron salir con él.
Una mañana nos hizo sentar en el bulevar de la Avenida Argentina, solo para observar actitudes y posturas de la gente. Entre cuerpos apesadumbrados y apurados pasos cortos infantiles, las distintas existencias se entrecruzaban sin siquiera advertirse.
El malabarista hacía su espectáculo en la esquina de siempre, pero su espléndida sonrisa se diluía en preocupación al contar las pocas monedas recibidas —¿Por qué tan serio? preguntaba Maria casi susurrando y Pablo, con mayor entrenamiento, le hacía notar a la muchacha embarazada expectante del gesto.
Nos intrigaba la historia del profesor, pero nadie se atrevía a preguntar.
Recuerdo cuando propuso que cuatro alumnos entráramos a una cafetería y nos sentáramos en distintas mesas a escribir lo que observábamos ¡Hasta nos iba a pagar un café!
Desconocíamos la intención pero siempre estábamos dispuestos —Solo cuatro y los demás esperamos —resolvió.
Para los que quedamos afuera, la propuesta era debatir acerca de los gestos capturados por el artista en la estatua de Don Felipe Sapag, fundador del único partido provincial que tenemos.
Los minutos pasaron tan rápido que nuestros compañeros regresaron demasiado pronto. —Cada uno va a leer en voz alta lo que escribió —dijo el profesor —y para cuándo ya pensábamos que esto no iba a tener gracia, empezaron las lecturas y también nuestro asombro.
Todos habían tenido un registro diferente del mismo lugar y las mismas personas ¿Acaso la observación podía ser tan engañosa?
Ese día regresamos con la sensación de haber reprobado un examen… ¡Es que estábamos convencidos de que habíamos aprendido a ver! y la pregunta que inevitablemente nos hacíamos, era “por qué veíamos tan diferente”.
No nos contestó. Tendríamos la respuesta para la próxima clase.
Llegó el lunes y quince minutos antes de la hora prevista, ya estábamos esperándolo con ansias y un abanico de hipótesis listo para abrir.
Aún no entrábamos al aula, cuando advertimos que era el secretario administrativo quién venía hacia nosotros. Algo malo había ocurrido.
—El profesor tuvo un accidente —nos dijo rompiendo en llanto desconsolado y recién cuando pudo continuar —¡Marquitos murió!
Siempre imaginé que ante una situación semejante todos íbamos a reaccionar igual. Pero no.
Solo algunos lloramos. Pablo, golpeaba el puño contra la pared hasta hacer sangrar sus nudillos. María se refugió en un rincón de la galería a rezar. Otros se abrazaban o maldecían la injusticia y el curioso preguntaba detalles del accidente… que cómo había sido, en qué lugar, a qué hora.
La facultad resolvió que Marquitos se merecía dos días de duelo.
Volvimos al aula el miércoles todavía sin poder aceptar la ausencia del profesor, que justo a las diez de la mañana hubiese entrado al salón.
El silencio, era aún más ensordecedor que el estrepitoso reaccionar del lunes cuando recibimos la noticia. Entonces escuchamos los pasos del secretario que venía con una mujer bajita, que se tomaba de su brazo para caminar.
—Doña Carmen quiere hablar con ustedes, es la mamá del profesor Marcos.
La mujer nos miró, como quién descubre un secreto guardado por su hijo, y en el brillo de sus ojos se alcanzaba a percibir una mezcla de angustia con orgullo.
Se ubicó frente a la clase soltando su provisorio apoyo. Extrajo un papel de la cartera y después de recorrer cada una de nuestras miradas, comenzó a hablar —Mi esposo y yo logramos sobrevivir recogiendo cartones de la basura y vendiéndolos. A Marcos nunca lo avergonzamos y desde pequeño recorría las calles con nosotros sin mostrar jamás su cansancio —una lágrima cae sobre el papel que tiene en las manos y continúa —Su único anhelo era poder ser profesor algún día. Siempre decía que las personas tenían que ser conscientes del prójimo y que algo tan importante debía ser parte de la educación. Nosotros lo apoyamos y trabajamos aún más —se seca otra lágrima furtiva y nos mira a uno por uno otra vez —Ahora entiendo qué sentía mi hijo parado aquí.
Entonces despliega el papel prolijamente doblado en dos partes y prosigue —Encontré esta hoja escrita y supuse que era para ustedes, quizá alguien quiera anotarlo en la pizarra.
Pablo saltó del asiento, y ya había tomado una tiza cuando la miró mostrando que estaba listo. Entonces doña Carmen le dictó marcando exageradamente la coma —Cuántas más miradas se reúnan, más exacta es la realidad.
Doña Carmen fijó sus ojos en la pizarra y esbozó una sonrisa reconfortante, justo antes de irse.
Han pasado varios años y hoy, después de un confinamiento atroz a causa de la pandemia, nos permiten salir por número de identidad. Las reacciones de impotencia a semejante imprevisto me recordaron el día de la muerte de Marcos y ya no me sorprendí. Algunas hasta se repitieron.
La calle tiene esa combinación que solo había visto en los ojos de Doña Carmen, mezcla de orgullo y angustia.
Somos pocos los que estamos haciendo trámites, la mayoría atrapados en un miedo del que solo conocemos la puerta de ingreso.
Nos miramos buscando a las demás existencias por sobre los barbijos, pero al ser las primeras salidas permitidas, a todos nos resuena en la cabeza el repetido mensaje gubernamental “el virus no nos busca, nosotros buscamos al virus”.
Camino con curiosidad hasta la estatua de Don Felipe que está a una cuadra y ahora luce un tapabocas.
La observo con el mismo detenimiento que aquella vez y sonrío cuando advierto que los gestos de Don Felipe siguen intactos.
Miro al cielo… quizá el profesor Marcos haya notado que al fin siento un poco de alivio.
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