Yo deseo confiar en los gobernantes de turno. Siempre. Los haya votado o no (generalmente es no). Así que cuando allá por febrero las autoridades nos dijeron que el coronavirus no iba a llegar a nuestro país porque estábamos lejos de China ―y además no había vuelos directos― me lo creí. Y cuando nos aseguraron que solo se trataba de una especie de gripe fuerte controlable con un tecito caliente, me lo creí también (bebería té, a pesar de que no suelo hacerlo). Pero, cuando a mediados de marzo el gobierno sugirió una reclusión domiciliaria voluntaria, empecé a sospechar que la cosa no iba a ser tan simple. Y así fue: a las dos semanas lo voluntario mutó a obligatorio: cuarentena (una especie de condena a prisión domiciliaria, sin delito ni juicio previo). Es que el bicho no había respetado fronteras ni aduanas y el muy cretino se las había ingeniado para ingresar sin permiso en el territorio patrio. A partir de entonces solo salimos para hacer compras en comercios de cercanía, y a cara cubierta, como los pistoleros de las películas del lejano oeste. La cosa iba por dos semanas, pero la legislación de Murphy hizo su presencia y en consecuencia llevamos un montón de meses con marchas y contramarchas que derivaron en que ya no sé qué es lo que puedo hacer y qué no sin convertirme en infractor.
Los primeros días fueron bastante tolerables, y hasta entretenidos: me dediqué a poner cosas en orden en mi casa: papeles, luego libros, después herramientas y enseres varios (¡las cosas que tiré!) y finalmente me ocupé del jardín y las malditas hormigas. Pero pronto comencé a extrañar cada vez más los encuentros con familia y amigos, las idas a cualquier lugar y también mis caminatas frecuentes por las calles de la ciudad. En la normalidad previa solía ir hasta una concurrida calle comercial, la recorría de ida y vuelta un par de veces, y luego regresaba a casa completando unos cinco kilómetros. Por lo tanto, ahora, confinado y en la soledad de la noche, añoraba toda la cotidianidad suspendida; en particular, la calle de mis paseos: las microcharlas con el diariero y el florista, las tiendas de ropa, los cafés y, cómo no, el anciano mendigo sentado en el banco, al que invariablemente le dejaba una limosna cuando pasaba junto a él. Nunca supe su nombre ni su historia, y tampoco la sabían el diariero ni el florista. Es que el hombre se expresaba de una manera poco inteligible. Tampoco sabían dónde vivía o, al menos, pernoctaba; excepto que todos los días llegaba y se iba por el mismo extremo de la calle. Al depositarle dinero en su mano rústica, él miraba con ojos tristes y articulaba lo que seguramente era un agradecimiento, aunque sonara tan solo como un gruñido amable que no pasaba de un “grgrgrbrzbrz…”. Pensaba con tristeza qué sería del pobre tipo, de dónde obtendría algunos pesos para sobrevivir durante la imprevisible duración de la cuarentena. Cierta impotencia culposa me hacía confiar en que el Municipio lo detectaría y se haría cargo de su suerte.
Durante un tiempo me conformé con caminar por el territorio acotado del fondo de mi casa, pero en cuanto llegaron los primeros días primaverales me animé a volver al circuito callejero. Con todas las prevenciones del caso encaré el camino hacia la calle comercial, y en cuanto llegué a destino me acerqué a saludar al diariero que no veía desde hacía meses. Me bajé el barbijo tan solo un segundo para que me reconociera y luego seguí mi camino hasta el florista, donde repetí la acción. Las tiendas de ropa habían abierto a medias (atendían desde el portal) y los escaparates habían mutado las prendas de invierno a las de verano. Algunos comercios habían cerrado para siempre y los bares solo ofrecían delivery.
Unos metros más allá vi al viejo mendigo: estaba como siempre, lo que por cierto me alegró mucho. Entonces pensé que al no verlo durante tantos meses lo menos que podía hacer era darle un importe acorde con lo omitido durante todo ese tiempo, una especie de indemnización. Al fin y al cabo era justo, pues por el encierro obligatorio me encontré con que había ahorrado involuntariamente el dinero que hubiera gastado en salidas con amigos, ropa, viajes y varios etcéteras, de manera que saqué mi billetera, separé una cantidad de billetes apropiada para una limosna acumulada y al pasar junto a él le entregué un monto claramente inusitado para ese tipo de donaciones. El viejo extendió su mano, y cuando sopesó el contenido pude apreciar que se sorprendió, me miró con ojos de extrema gratitud y le oí decir, con bastante claridad: “Muchas gracias, señor Juan…”. No reaccioné en el momento y continué con mi caminata fingiendo naturalidad ante el estupor: ¡me había hablado y conocía mi nombre! ¿tal vez por el diariero o el florista…? No sé, era raro, muy raro. Me dije que al día siguiente regresaría, me sentaría junto a él e intentaría iniciar una conversación. Era posible que pudiera ayudarle no solo con dinero, tal vez también le vendrían bien unos minutos de compañía de vez en cuando.
Al día siguiente llegué con cierta ansiedad y en cuanto doblé la esquina hacia la calle comercial lo busqué en su banco. No estaba. De cualquier manera me acerqué hasta su lugar habitual para ver si lo encontraba por los alrededores inmediatos. No, tampoco estaba. Volví a la esquina del quiosco, saludé al diariero y le pregunté si sabía por qué no había venido el mendigo.
―Cómo, ¿no lo sabe? Claro, hace tanto que usted no viene por acá: el pobre hombre se murió…
―Pero… ¿qué me dice?… ¿está seguro?
―Ja, si lo sabré yo, que tuve que llamar a la ambulancia municipal cuando lo encontré tieso en su banco.
―¿Ayer?
―Noooo… hace un montón de meses, creo que fue el día en que el gobierno anunció la cuarentena. Y sabe qué: tenía una parva de plata en su bolsita, se ve que
justo ese día le habían dejado buenas limosnas.
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