Evaristo era incansable, entre todos los compañeros del secundario lo odiaban. Siempre quiso llamar la atención de una u otra manera. Se pasaba el tiempo con su ingenio maligno burlándose de todo aquello que no estaba bien. De una compañerita gorda, morocha y de singular paso por tener una pierna más corta. Y de otro que, cada vez que los nervios lo invadían, tartamudeaba. Y así, se mofaba de todo aquel con algún problema desagradable por naturaleza, con una sagacidad que le nacía del alma. 

Pasaron los años y jamás cambió. Se casó pero la vida le negó tener hijos propios y por Raquel, su esposa, que de tanto insistir convenció a Evaristo, adoptaron a un pequeño. Los primeros años fueron dulces para la familia. El niño, sin embargo, creció hasta los 4 años sin decir una sola palabra. A los 5 ya les resultó preocupante a ambos y el médico dio el peor de los diagnósticos, el niño sería mudo. Nunca iba a poder decir ni una palabra. 

A los 10 emitió su primer sonido y, para Evaristo, fue como si un relámpago lo hubiese sorprendido.
Lo ignoró por su naturaleza y porque en su conciencia sabía que, el pequeño,  jamás diría una palabra.

Pasaron tres años y su mujer, Raquel, enfermó de cáncer de mama. Vivió con la terrible enfermedad y la angustia por 9 meses y su cuerpo se entregó. El día del entierro, el niño, que ya era un muchacho, expresó nuevamente aquel sonido, pero esta vez, Evaristo, quién volvió a ser testigo del aquel tañido emitido por las cuerdas vocales, levantó la mirada y furioso contestó al grito de: —Era tu madre, ¡insolente!—
Este fue el comienzo de una locura incesante para ambos. El sonido que emitía el joven era cada vez más habitual y esto hacía ramificar más aún la locura en Evaristo. Una vez discutió hasta el amanecer con el joven sobre problemas ilógicos, creados por él mismo, y creyendo tener la razón lo empujó de la cama con tanta violencia que la cabeza del muchacho fue a dar con la punta de la mesa de luz y se abrió la frente. A tal punto que sus cuerdas vocales hicieron sulfurar aún más a Evaristo y en lugar de ayudarlo con la herida se vio obligado a pedirle que se disculpara, que no era correcta la manera de responderle a un padre, que ya había tenido suficiente descaro el día de la muerte de su madre al decir semejante idiotez. Los ojos del mudo tapados en sangre y atemorizados intentaban explicar el mal entendido y el maldito sonido tomaba más protagonismo haciendo enfurecer a Evaristo de tal modo que tomó una sartén y amagó a pegarle con ella. El joven atinó a defender su vida con sus manos y el sonido, otra vez, encizañó la escena como parte de aquella anatomía manipulada, como si se tratara de una obra manejada por hilos del Infierno, donde es difícil huir de aquel naturalismo. —¡Ahora si! —dijo Evaristo con el puño cerrado y la extensión de su otro brazo para tomar el envión definitivo que le daría fin a todas las palabras de reproches de una persona que jamás pudo hablar.

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