“¿Realmente hay importancia sobre quién hablar? Cualquiera que haya vivido en la tierra se lo merece“.I.A.Bunin
Debajo de un cúmulo de cartones, cajones, bolsas y un negro paraguas, que con sus pliegues abiertos en desorden cerraba cual cúpula la extraña estructura, vivía un ser humano que además de varios trastornos mentales le tenía fobia a la luz. Nadie sabía su edad, ni su género, desconocían el color de su piel. Nunca nadie lo había visto salir de su castillo de papel rodeado de pestilencia, de desechos y excrementos. Cuántas veces los vecinos, indignados por el hedor, se juntaban, unidos por su solidaridad, para llamar a la policía, a las organizaciones de los derechos humanos y hasta al jefe del Gobierno. Entonces móviles policiales rodeaban “la casucha“, los oficiales la desarmaban y los enfermeros de una clínica psiquiátrica se llevaban a la camioneta a una figura escuálida que serpenteaba y expulsaba sonidos pariguales al aullido de un animal mal herido. El día siguiente el barrendero limpiaba por completo todo el espacio que habitaba aquel pobre ser. Pasaban algunos meses y “el Topo“, como en posterioridad se acostumbraron a llamarlo los vecinos, volvía a su lugar. Aparecía de pronto, sentado sobre el borde de la vereda tapándose con alguna bolsa o trapo. Pasada la noche, como por arte de birlibirloque, se levantaba la nueva casucha, hecha de cartón, cajones de madera, sillas rotas que funcionaban como sostén de la estructura, un carro de supermercado sin ruedas y, como nunca podía faltar, el paraguas, ahora femenino, chiquito y floreado, con los pliegues doblados que lo asemejaban a una araña alegre.
Cada vez que volvía los vecinos se escandalizaban insistentemente quejándose de la fetidez, de las ratas y de la invasión de cucarachas. Pero esta vez el entusiasmo vecinal cedió por otras circunstancias, dando paso a la incertidumbre, al miedo, a la impotencia frente al terrible virus. La última reunión terminó en nada: encogiéndose de hombros los vecinos se dispersaron por sus acogedores departamentos pensando en lo suyo y olvidándose del Topo, de su molesta e incómoda presencia. Ese día, en la profunda madrugada, cuando se calmaron los últimos sonidos, el Topo salió de su escondrijo y se sentó al borde de la vereda para contemplar la luna llena mientras que masticaba un mohoso pan. Malhadado, ni siquiera sospechaba que la libertad de esa noche, la espléndida y deslumbrante luna en vez de un cuarto blanco de un manicomio, se la debía a la peste que invadía la Tierra.
Y así vivía. Escondido en su castillo de papel no se interesaba ni en la vida diurna, ni en la gente. No se imaginaba que los panecillos que a veces encontraba en sus salidas nocturnas atrás de su casucha eran del panadero, “el Polaco“, que mandaba dejarlos a una de sus empleadas, la jovencita que se encargaba de los repartos. Mientras que la chica, apretándose la nariz con los dedos le llevaba la vianda al Topo y se la arrojaba con incuria a distancia apresurándose para volver, el viejo panadero se persignaba musitando: “sagrado corazón de Jesús en tí confié, en tí confío y en tí confiaré. Nunca sabemos dónde perdemos y dónde encontramos. Ojalá el Señor nos proteja de las desgracias. Pero sí un día me encuentro en semejante situación, espero que se acuerde que he ayudado“. El Topo tampoco sabía que cada madrugada, cuando el barrio aún permanecía en un profundo sueño, una viejita, con su encorvada espalda, apoyándose sobre su bastón, salía a caminar con su pequeño perro, no menos viejito y encorvado que ella. Al llegar a la vivienda del Topo la anciana sacaba una vianda de su bolsa de tela y, con sumo cuidado, se la dejaba sobre la baldosa, tapándola con prolijidad con alguna caja de cartón que encontraba por el camino. Todas las noches, un hombre robusto y panzón, salía a pasear con su bulldog francés. El hombre fumaba y hablaba por teléfono en voz alta, siempre peleándose, mientras su mascota iba directo al cúmulo de cartones escarbando y husmeando entre el montón de cosas. Luego, por su instinto animal, levantaba varias veces la pata, orinaba y terminaba raspando con sus patas el suelo baldoso con un ensoberbecimiento y preeminencia escritos en su fisonomía canina.
Aquel día podría haber sido un día común, igual al interior y no muy diferente al siguiente, si no hubiese sido por unas fuertes sirenas que estremecieron la calle Billinghurst que parecía semidormida. Se juntaron algunos curiosos transeúntes, se asomaron de sus ventanas los vecinos, un perro empezó a ladrar ininterrumpidamente desde un balcón. El Polaco salió de su panadería a ver que estaba pasando, y también el peluquero de su barbería junto con un cliente que aún tenía la mitad de su rostro cubierto con espuma de afeitar. Todos vieron a los policías sacar algunos cartones para abrir la casucha del Topo. Vieron acercarse al médico a un cuerpo acurrucado sobre un viejo y destrozado colchón. Lo vieron revisar y luego tapar el cuerpo con un sucio acolchado que había allí mismo. Vieron llegar un coche fúnebre, tumbar el cuerpo sobre una camilla, cubrirlo con una sábana blanca y llevárselo. En diez minutos ya no había nadie. Los curiosos se dispersaron, el polaco persignándose volvió a la panadería, el barbero con su cliente regresaron con su tarea y el perro dejó de ladrar. La calle retomó su estado adormecido y solo un leve viento primaveral esparció los viejos diarios que quedaron en la casucha destruida, tambaleó al alegre paraguas que no resistió y cayó al suelo desplazando una caja de cartón que estaba tapando una bandeja de empanadas, cuidadosamente dejada en la vereda.
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