Eduardo había pasado tres meses frente a la pared de su piso que medía 5 metros de largo por 2 metros 80 de alto. Ocultaba una parte de su rostro blanco un mueble de 2 metros de alto por 3 de largo, en el que convivían libros leídos, libros por leer (la mayoría), cómics, objetos personales posados con descuido y objetos decorativos puestos con mimo, y la omnipresente televisión, compañera indiscutible e imprescindible durante el período de confinamiento. A fuerza de pasar horas frente a ella, consumiendo entretenimiento e información en abundantes cucharadas, la había incorporado a su vida. El bucle perfecto para una salida a la calle, para culminar el placer de gozar de la libertad recobrada, llegaba con el momento de volver a casa, y sentarse una media hora las raras veces, tal vez una hora, y sobre todo, dos o tres horas, frente a la televisión, y ver de cabo a rabo un informativo, sin contar los deportes, y después un capítulo de una de las innumerables series que había comenzado a seguir, de forma irregular pero constante, durante el periodo de confinamiento.

La calle. El espacio prohibido que había vuelto a su vida, a la de Encarna, la vecina del segundo que siempre le decía que si necesitaba leche, azúcar o huevos, que pasase a verla, que ella tenía de todo en la alacena; la calle y las calles, asfaltadas, adoquinadas, abandonadas, llenas de nuevo de gente que se cruzaba sin dirigirse la palabra, por falta de costumbre. Gentes silenciosas y espacios abiertos, como en una película que había visto unos días antes. ¿Era ésa la calle soñada, la que pertenecía a una vieja película antigua, en la que las terrazas se llenaban de gente ruidosa? Sí, pero le sucedía como a una vieja pareja de ex-amantes. Tanto tiempo después, se reconocían, se sonreían… y no tenían nada que decirse. En cambio, la televisión le ofrecía todo, de inmediato, sin moverse del sofá. No era necesario hablar, no había que hacer ningún esfuerzo. Bastaba con encenderla.

Al principio, en sus salidas, no se dio cuenta de que la persiana de la zapatería siempre estaba bajada. Le costó casi una semana entender que habían echado el cierre. Los daños colaterales del confinamiento, se dijo. Hasta el verano, permaneció así. Y un día, empezaron a hacer obras. Instalaron un contenedor justo enfrente, que hizo desaparecer dos plazas de aparcamiento, y los escombros lo fueron llenando. Obreros con mascarillas iban y venían. Luego, pasaron también el fontanero y el electricista. Por último, instalaron estanterías en las vitrinas y las llenaron de móviles. Los zapatos dejaron paso al progreso, a la tecnología punta. Eduardo empezó a detenerse frente a la vitrina, curioso por saber qué nuevo modelo Samsung, Apple o Huawei lanzaban al mercado. Comparando los más modestos con los más lujosos. Y una nueva rutina se vino a incorporar a sus salidas. Ahora, pasaba cinco o diez minutos plantado frente a la vitrina en cuanto salía a la calle. El principio perfecto para una salida era tomarse su tiempo, ver si había modelos nuevos en exposición, comprobar con alivio que sus preferidos seguían estándolo, y luego continuaba su camino. Mirar pantallas para salir, mirar una pantalla al volver.

Cuando empezaba a instalarse en esta rutina, una notificación de Instagram le hizo despertar. Laura, una vecina de cuatro portales más allá, le etiquetó en una foto. Pulsó sobre la notificación. La aplicación le mostró a un tipo triste, más gordo de lo que él recordaba, mascarilla ocultándole la cara, manos en los bolsillos. Estaba plantado frente a la vitrina de la tienda de móviles. Inmóvil. Con la vida escurriéndosele entre los dedos, como granos de arena, mientras miraba los productos expuestos. A su derecha, una de las innumerables moreras que daban sombra sobre la acera. No la recordaba tan frondosa. Una exuberancia casi insultante cubría sus hojas carnosas, de un verde brillante. En el comentario al pie, Laura había escrito «El desconfinamiento confinado», y Eduardo se sintió estúpido. Miró el reloj. Las seis. Aún quedaban horas de sol. Cogió una silla plegable, un libro al azar, la mascarilla, sus gafas de sol y salió a la calle. Se instaló en la acera, frente al portal de Laura. Se sintió aún más estúpido casi de inmediato, pero se dijo que ya era tarde para echarse atrás. Aunque la mayoría de vecinos le estuviese viendo, incluso alguno se acercó para preguntarle entre risas qué estaba haciendo.

-Leerme un libro -contestó con aplomo, mostrándolo. Y en ese momento, se dio cuenta de qué libro se trataba. «El vagabundo de las estrellas», de Jack London.

– ¿Y de qué va? -preguntó el vecino.

-Creo que de un tío en una cárcel, que se imagina vidas mejores.

-Muy apropiado.

-Sí… es como verse a través de una pantalla -respondió Eduardo. Y abrió el libro, y empezó a leer.

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