En algún momento del confinamiento, comencé a pensar que mi vecino había asesinado a su mujer y los niños.

Mi marido, Ismael, era médico, pasaba el día trabajando y llegaba exhausto.

Vivíamos en un dúplex pareado. En pares nos vendieron la supuesta felicidad de una urbanización de extrarradio, en plena burbuja inmobiliaria. Nuestro pequeño jardín era colindante con el de Román y Natasha. El muro que nos separaba era bajo, y tan necesitadas estábamos las dos de conversación, que hablábamos bastante.

Román era policía. A mí, nunca me gustó. Bebía. Gritaba e insultaba con frecuencia a los niños y a Natasha. Unos angelitos rubios de tres años, gemelos, con las trastadas habituales de la edad.

Alguna vez le vi a ella moretones en la cara. Siempre sospeché de él. Pero Natasha no se quejaba. Solo hablaba de sus niños, y la Ucrania que dejó atrás. Sus padres no vivían ya, me dijo.

Cuando un buen día dejé de oír conversaciones y ver jugar a los niños en el jardín, mi mente se disparó. Él seguía saliendo a trabajar cada día.

Comenté mis sospechas a Ismael. Ni caso me hizo.

—Raquel, métete en tus asuntos —dijo.

El problema era que yo no tenía asuntos en que ocuparme.

Cuando pude, directamente le pregunté a Román.

—Se han ido a Ucrania, con un permiso especial, la madre de Natasha ha enfermado —, zanjó apresurada y nerviosamente.

Para mí, aquello era prácticamente una confesión.

Me dediqué a espiarle, por si cometía algún fallo.

Un buen día, Román saltó el muro y con mirada amenazante se fue acercando hacia mí. Llevaba su uniforme. Él sabía que yo sabía. Entré en pánico e intenté correr hacia el interior de mi casa. Se abalanzó sobre mí y me retuvo en el suelo. En medio del forcejeo, pude vislumbrar un poco más allá la figura de mi marido y una ambulancia. Se acercó personal sanitario y me inyectaron.

—Raquel, te dije que no dejaras de tomar tu medicación —me gritó Ismael.

Entonces, comprendí que era mi marido quien quería deshacerse de mí…

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