Ya tomé mi pastilla para la presión de la noche, la tomo con agüita de hojas de naranjo, me ayuda a dormir mejor. La otra mitad la debo tomar por la mañana.

Me he quedado solo en la casa que alguna vez fue familiar, tiene los mismos muebles de hace mil años, los mismos cuadros y un olor a viejo que de seguro fue tomando con los años.

La pandemia impide que me vengan a ver, eso me agrada. Estoy convertido en un viejo mañoso que disfruta de su soledad.

Por las mañanas, cuando falta alguna mercadería voy al supermercado que tiene atención preferencial para las personas de la tercera edad y por la tarde voy a comprar pan al almacén del barrio. ¡Esas son mis salidas!

Aunque la casa es un departamento tengo la suerte de estar en el primer piso. Tengo un patio, pequeño y un antejardín gigante que es parte de la copropiedad, por lo que mi encierro no es tan grave como para las personas de los pisos superiores.

En mi país, Chile, que fué hasta octubre un “Oasis” según nuestro amado presidente, no se ha decretado cuarentena general obligatoria. Cada ciudad y de acuerdo a los infectados que tengan aplica o no la cuarentena.

Pero los viejos, los que estamos jubilados hemos asumido un enclaustramiento voluntario para mantenernos libres de contagio. ¡Queremos sobrevivir a toda costa ignorando que la fecha de vencimiento ya está ad portas!

Durante el día me entretengo reparando algún mueble que nadie utiliza o fabricando algo en un mini taller que me ha servido mucho este tiempo. Así pasan los días,  van sumándose unos a otros, tal como el número de  muertos, crece y crece.

Últimamente me he dado cuenta que siempre es jueves, despiertas, respiras y… ya es jueves. Mejor por un lado ya que así se van cumpliendo los plazos.

¡Por de pronto creo que voy a seguir viviendo, aferrándome a la vida como si hubiera un mañana promisorio!

¡Si me escucharan hablar así en la consulta médica me enviarían a psicólogo diciendo que estoy con depresión! ¡Qué barbaridad!

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