La cuarentena me obligó a resignar mis caminatas callejeras y muté por un circuito más modesto a través del jardín trasero de mi casa. A cada paso que avanzo voy observando y descubriendo lo obvio, lo que siempre estuvo allí. Desde mi patio hasta el límite con la casa vecina hay veinticinco metros. Diecisiete lajas que coloqué yo mismo hace muchísimos años descansan sobre el césped. No recuerdo haberlas contado nunca antes.
Una cosa lleva a la otra y no me conformo solamente con caminar. Como no sé cuándo podrá volver el jardinero, me compré una tijera de podar y le di duro a la enredadera por ambos laterales del parque y hasta su tope de unos tres metros. No fue fácil, mis antebrazos cobraron vida propia durante un par de días: temblaban sin que pudiera controlarlos. Para comer pinchaba el alimento con el tenedor, apoyaba el codo firme sobre la mesa y luego arrimaba la boca hasta el bocado.
Dejé pasar algunos días y podé el laurel, pues noté que le quitaba sol al limonero, lo hice con un viejo serrucho muy gastado que, creo, habrá sido de mi padre. O de mi abuelo. Sí que sudé ese día, pero ya no me temblaron tanto los antebrazos, se ve que me estaban saliendo músculos.
El limonero promete gran cantidad de frutos para este año. Por esa razón un par de sus ramas estaban vencidas por el peso. Conseguí dos maderos que adecué trabajosamente y los coloqué como columnas para sostenerlas. ¡Cómo pinchan las espinas del puto árbol! Menos mal que el barbijo tapa parte de los rasguños en la cara.
Ayer me ocupé de reacomodar las lajas para mayor comodidad de mis caminatas. Algunas estaban desalineadas del resto y otras hundidas o sobresalidas del nivel. No imaginé que fueran tan pesadas. ¿Será normal que por manipularlas me haya quedado la espalda más curva que la del campanero de Notre Dame?
Hoy, que debo caminar un poco agachado, veo miles de hormigas atentando contra mis plantas. Encontré varios hormigueros, mañana compraré veneno… ¡ya verán quién soy yo!… cuando pueda enderezarme.
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