Pasaremos hambre. He tardado un mes pero ya he asumido que pasaremos hambre.

Ahora mismo prefiero pasar hambre antes que frío, pero creo que es
porque hambre nunca he pasado y frío sí.

Me acuerdo de mi abuela que deambulaba por Roma en tiempos de guerra con la única esperanza de encontrarse con algún conocido que la invitara a un café caliente.

Mi padre jugaba a la pelota en la Plaza de San Pedro, entre soldados alemanes, y nunca dejó de ir al colegio, porque tuvo la suerte de pasar la guerra en Roma, ciudad abierta (yo pensé que era solo el título de una película, pero es el término que se usa cuando las autoridades declaran que una ciudad se rinda sin combate, para evitar ataques inútiles contra la población civil. «Ataques inútiles», qué será eso).

Siguen repitiendo que esto no es una guerra, pues qué queréis que os  diga, a mí solo me vienen a la cabeza esas imágenes. Es lo más cercano que
tengo, también es verdad. La peste me pilla muy lejos. De las guerras todavía hay gente, mi padre mismo, que te puede contar en primera persona.

En Italia las calles, los monumentos, las iglesias, están llenas de placas con listas interminables de nombres de los que cayeron en las dos guerras, sobre todo en la primera guerra mundial. El nombre acompañado de la fecha de la muerte, el lugar y la unidad militar a la que pertenecían. En algunos casos la edad también. Muertos por la patria. Me tiraría horas imaginando cómo era la vida que hubo detrás de cada uno de esos nombres.

¿Tuvieron miedo? ¿Se sintieron orgullosos? ¿Qué excusa encontraron en su interior para colgarse un fusil y salir al campo de batalla? Y los que se quedaban en casa, ¿cómo pasaban otro día y otra noche y otro día y otra noche? ¿Cómo lidiaban con la incertidumbre, con la falta de noticias? ¿En qué futuro pensaban?

Hoy me dan ganas de abrazar a todos y cada uno de esos nombres grabados en las paredes.

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