Saliste atrás de él aquella mañana y no para seguirlo porque ya sabías dónde iba. Saliste y punto. Abriste el portón que chirrió con su sonido habitual. El riel brilló húmedo todavía de rocío y giró en la curva rozando como siempre en el defecto de la guía. Alguna vez se trabaría del todo, lo dijiste muchas veces. Ese sábado no se trabó, hizo su clásico saltito, frenada, más fuerza en el empujón, otro saltito y pasó. Y te dejó libre el paso. Nadie te llamó desde adentro de la casa. Nadie preguntó adónde ibas a esa hora. Nadie te detuvo pidiendo zonceras, preguntando por el lugar de algo que seguro estaba a la vista. Nadie te paró. Subiste al auto que arrancó rápido pese a la helada que todavía caía, te diste cuenta porque el pasto crujió bajo tus pies y por el vapor de tu respiración que se hizo neblina oscura.

Respirabas odio. Respirabas miedo. Respirabas rencor. Respirabas duda.

Te costó desempañarte y apretar el embrague. Soltaste y bufaste mientras se te empapaban las pestañas. El parabrisas trasero te opacó la salida. O eran lágrimas. No veías nada. No habría nada que ver. No deberías ver nada. Quizá volver a la casa, sentarte junto a la chimenea y no pensar. Como otras veces.

Pero esta vez no. Quizá no. Tal vez afuera estuviera la respuesta a la duda. Abriste la puerta del auto y helaste tus manos furiosas contra el vidrio escarchado. El frío del hielo aumentó tu dolor. Dolor en la piel y en el alma. Temblaste.

El portón esperaba con su boca muda. Sabías que allá afuera estaban las respuestas.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS