Vigésimo día de cuarentena, mi esposa se anima y va a salir de compras a comercios de cercanía por primera vez. Está entusiasmada, cepilla durante un buen rato su cabello y lo peina hasta dejarlo como el de una estrella de Hollywood. Retoma sus cosméticos casi olvidados (en cuarentena no son necesarios para convivir con el mismo marido que conserva desde hace treinta años), se pinta cuidadosamente cejas, pestañas y los alrededores de los ojos. Luego aplica carmín a los carnosos y sensuales labios que tanto me enamoraron alguna vez. Tarda un buen rato pintándose las uñas, finalmente aplica un poco de color en las mejillas y comienza a vestirse: estrena un coqueto conjunto de chaqueta y falda al tono con el que podría ir a la Ópera de Milán (la verdad es que está muy elegante), se observa una y otra vez en el espejo, se aprueba ella misma y ¡listo! Bueno, aún no, porque falta el capítulo de prevención antivirus: se coloca enormes gafas para sol para que el bicho no entre por los ojos, un barbijo casero hecho con un corpiño en desuso de su madre (es de mayor tamaño que el suyo, y más cómodo); el barbijo le protege la parte del rostro que las gafas dejaron al descubierto; se cubre con un piloto largo hasta los tobillos que suele reservar para días de lluvias torrenciales, se calza la capucha franciscana del mismo en la cabeza y la ajusta con los cordones con que está provista, se coloca guantes de cocina al tono y ahora sí, a la calle… No, todavía no: le falta calzarse; alza la falda del piloto, mira sus pies y me pregunta: ¿Qué te parece, tacones altos o bajos?

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