Estaba agotado, agitado y triste. Había sido uno de esos días que solo quería olvidar.

A las 4 de la mañana del día 2 de enero de 2020 alguien tocaba mi brazo bruscamente tratando de despertarme. La insistencia me hizo abrir los ojos pausadamente dando evidencia de mi cansancio habitual. Cuando me di cuenta que era mi madre mis ojos se abrieron como plato, vi su rostro desconcertado. Ella y mi hermana estaban despiertas y vestidas, al parecer yo era el único que no había escuchado el móvil que minutos antes había sonado. Llamamos un taxi, llegó 5 minutos después. En el camino mi mente se hacía muchas preguntas, mis pensamientos luchaban por volverse importantes y a veces había solo silencio. A esa hora el cielo oscuro abonaba al ambiente melancolía.

Antes de subir a la habitación 503 sentí que mis pasos eran lentos, que el ascensor demoró más de lo habitual y sentí por primera vez ganas de llegar a la habitación donde sólo recibía malas noticias. La puerta estaba abierta, mi hermana Salió a darnos la noticia: El cáncer se había llevado a mi padre.

Era uno de esos días en los que nada interesante había ocurrido y no era necesario recordarlo.

A las 4 de la mañana del 2 de abril de 2020, desperté un poco asustado, un tanto sudado y con lágrimas en mis ojos. Nadie me había despertado.

No había que llamar un taxi, no tendría que llegar a la habitación 503 y no tendría que escuchar nuevamente la triste noticia.

Estos días de cuarentena he llevado mi duelo en silencio, en las cuatro paredes de mi habitación, con la ilusión de salir y ocupar mi mente con trabajo, amigos y alcohol. Este encierro, que lo veo como oportunidad de vida, me exige cordura y esperanza, aunque a veces poco a poco le cedo paso a la locura.

A veces tengo miedo de que otra vez sea 2 de enero de 2020, que alguien me despierte y que me toque repetir lo que hasta ahora denomino: el peor día de mi vida.

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