Rara. Alocada. Intransigente. 

«¡Ve con cuidado!» Se repetía una y otra vez en la cabeza de Ana. Su madre se lo gritó cuando se estaba marchando con su maleta roja de casa. Había decidido emprender su vida en solitario. 

Pasaría días y días tratando cerámica en casa, era su sueño, pero en su mente estaba grabado que de sueños nadie vive. Y cuando tu mayor te referente de dice eso, no podrás vivir de ello. 

Por eso se marchó, lejos de casa, a otra que convirtió como propia. Días y noches trabajando, noches y días solitarios. 

Terminada su obra, giró la cabeza hacia el balcón. Había llegado el momento de salir, después de meses encerradas. Tenía que enfrentar la realidad y no tambalearse ni un milímetro. 

Se puso los vaqueros, la camisa de cuadros para las ocasiones especiales y salió con su mochila en la espalda. 

Llevó su dosier a mil espacios creativos. Donde casi ni la miraban a la cara. 

Después de varias semanas, desilusionada, pensó que su familia tenía la razón y había llegado el momento de volver a casa.

Esa noche, de desveló en mitad de un sueño. Se levantó, cogió su escultura de cerámica y se fue. 

Llegó al centro de la ciudad, cogió su escultura y la dejó en el pico de la fuente que presidía la Plaza Mayor. Se sentó en un banco y observó durante horas el agua caer, cerca de su obra. 

Por primera vez Ana se sintió plena, realizada y comprendió que todos los comienzos necesitan el final de la etapa anterior para seguir en continuo crecimiento. 

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