Siempre en épocas de angustia y miedo, lo objetivo sería escribir sobre los acontecimientos que se manifiestan en la cotidianidad, pero es difícil hacerlo. Es válido que muchos quieran dejar escapar las frases e ideas que los consumen en mitad de las noches de insomnio, describir los matices de todos esos heraldos negros que acompañaron el camino del dolor y la angustia, relatar los hechos menudos de esas cenas miserables en mitad de una larga cuarentena. 

En la cuarentena para muchos fue fácil sobre todo decodificar las ansias de ser otros, y así entender el miedo a vivir en medio de idilios ya muertos en la ausencia y la soledad. Sin embargo, sería preciso decir que los grandes señores no les agrada ver las calles vacías, ni miles de muertos en las aceras, ni su economía colapsada por un enemigo silencioso y voraz. También en las calles hay una cantidad de ruidos turbios que se arrastran hasta los lugares sacros y mundanos para consolar al poderoso y al criminal. Por lo tanto, en estos tiempos adversos se han intentado producir cambios. No obstante, durante estas últimas semanas todo parece volver a los caminos de la guerra y la muerte. Por eso hay ocasiones en las que en mi desespero grito al silencio. “Dios, ¿acaso la sed de poder y dinero no tienen freno? Señor mi Dios, ¿soy yo quien ha cambiado? Y si no soy yo, ¿entonces porque en las calles de esta ciudad hay miles muriendo?

Nunca me alegro de ver en el rostro de las gentes la angustia por vivir, por saludar, por amar y por ser lo que siempre han querido ser, porque siempre me ha encantado escuchar los silencios que invaden las casas pobladas aún de temores y egoísmos. Y esa lenta agonía aún ansió saludar a la muerte y felicitarla porque fue la única que nos obligó a cambiar.

Quizás, hoy ante la abundante cifra de muertos y exiliados sería preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de los cambios que generó en la raza humana la cuarentena por el virus. 

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