Por la noche siempre me resulta más difícil. Durante el día he encontrado mil cosas que hacer y que permiten que su presencia se diluya en un ir y venir constante. La noche me espera con posibilidades poco indulgentes. Mirar al techo no es una opción. Hace tiempo que intento dejar algo de luz en la casa, pero en cuanto cierro los ojos, cae la oscuridad y con ella todos los pensamientos inútiles sobre lo que no fue y lo que no será nunca.

Klaus aún no se ha acostumbrado a mi andar cansino, a los suspiros, al silencio que escupe cada objeto en que aún persisten las huellas que él dejó. Muchas veces me sostiene su mirada felina, sin apenas parpadeos. Estoy segura de que me echa en cara su ausencia. A veces levanta la cabeza del cojín y parece escuchar algo que viene de fuera. Algo imaginario o que, sencillamente, se apaga en el rellano de la escalera. Ya no ha vuelto a sonar el timbre de la puerta, ni la llave entrando en la cerradura. Después me mira. Me vuelve a interrogar desde el fondo de sus grandes pupilas. No encuentro respuestas. Ni para Klaus ni para mí.

La noche me asusta cuando arrecia. La ansiedad se despliega en vértigo de sábanas arrugadas. La almohada, las horas, la vida detenida se vuelven enemigos contra los que es imposible luchar. Ya no tengo fuerzas para eso. Me queda esperar que, con la mañana, entre algo de luz en mi derrota. Una mañana más, una noche menos.

Klaus ha perdido el apetito. Ni siquiera se acerca a su plato de comida. Se deja caer, indolente, desmadejado y me sigue con los ojos cuando deambulo de un sitio a otro de la casa. No voy a abrir las ventanas. No voy a encender el teléfono. Hoy he empezado a toser.

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