Encerrado en mi jardín

A la carpa del estanque le gusta la sombra del enebro. Desde hace años, se pasea por su recinto y se entretiene cruzándola, sobre todo por las tardes, cuando se alarga sobre el agua. Entonces su color dorado se tiñe de plata. 

Cuando se asoma mi mujer, se esconde cerca del árbol. Allí se siente segura, alejada de su mirada, entre las ramas recogidas que apenas se balancean sobre el agua.

He comprobado que la rehúye. La percibe amenazadora. En cambio, a mí me reconoce y me adora porque la alimento con arroz y la dejo jugar con los frutos del enebro.

En septiembre, apenas aparecen las bayas, ya no se separa de él. Da pequeños paseos para regresar rápidamente a su lado. Y cuando me acerco a recoger algunos botones azules, se mueve inquieta, veloz, yo diría que juega a distraerme para que no le robe sus tesoros. Es perseverante.

Cuando decido alejarme un poco, dejándola en paz, el enebro despliega un poco sus ramas, divertido.

La carpa juega todo el otoño con los pequeños guisantes del enebro. Yo me conformo con cortarle unas pequeñas ramas para quemarlas, guardar las cenizas y defenderme de la locura de mi mujer, aplacándola. Es sencillo. Le rocío las cenizas sobre los párpados cansados, mientras duerme, y como hizo una vez Medea, consigo someter al dragón que lleva dentro.

Hoy ha venido un jardinero a hacer algunos arreglos y me propone rediseñar el espacio abierto de mi casa de campo. No le gusta el estanque, dice que tiene muchos años, que rompe el paisaje y exige muchos cuidados. Me ha propuesto que lo tapemos y que instalemos una pérgola para reuniones, juegos y cenas.

Por suerte, mi mujer duerme tranquila con el ungüento y no se ha enterado de nada, porque ella seguro que habría aceptado tapar el estanque y se hubiera enfurecido con mi rechazo.

Afortunadamente, la sabia carpa y el protector enebro son mis amigos y no se separarán nunca de mí. Es imposible que ella entienda el amor y la complicidad que tenemos, aunque también forme parte de este juego.