Llevo ya un mes saliendo a pasear a mi perro, alejados los dos de la gente y sus mascotas. Las calles están vacías, las tiendas cerradas, apenas circulan coches y a las ocho, el autobús casi vacío, hace sonar su claxon para coincidir con los aplausos que animan el barrio por donde pasa.
He visto de cerca el renacer de los árboles y florecer las forsitias, la vinca trepadora, y por fin los rosales. Observo cada día a los pájaros que invaden los jardines sin temor y picotean los lugares que antes eran nuestros.
Las pocas personas que veo guardan las distancias. Dos metros. Apenas un saludo con los perros bien atados. No pueden jugar. El mío gruñe y mi estómago protesta. Y seguimos el paseo, breve.
Bueno, breve las primeras tres semanas. Ahora voy alargando el tiempo. Camino con pensadas estrategias de regreso por si surgen los policías de balcones o viene un guardia a preguntarnos si no estamos demasiado lejos.
Me arriesgo un poquito más cada día. El encierro se hace duro. Pero es que ahora estoy ilusionada. Sé que desde alguna ventana él me observa. Espera que llegue al parque infantil para salir a mi encuentro. Entonces suelto al perro.
El baja la bolsa de la basura y da la vuelta a la manzana para estirar las piernas. Yo lo espero, sé que vendrá. Sí, se acerca. Dos metros. Hablamos protegidos por la sombra del castaño: cómo estás, no temes esta salida irresponsable, es tremendo, sí, pero de veras lo intento.
Y yo le digo sonriendo que lo llevo bien y miento, porque espero todos los días que, a la misma hora, venga a mi encuentro.
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