Miedo,  cansancio y hambre son las tres cosas en común que comparten Andrea, Karina, Sol y las otras nueve chicas que se reúnen cada noche frente a la capilla de Santo Tomás Apóstol en el barrio de la Merced. Ellas han tomado el frente de esta iglesia como campamento, luego que las autoridades sanitarias cerraran los hoteles de los alrededores en los que vivían.

—Nos cuidamos entre todas —dice Andrea cuando el hombre de las tarjetas de emergencia COVID les hace la entrevista. Asegura que no tiene casa, que lo que gana al día lo ocupa para comer y pagar la habitación donde le permitan dormir y que hoy no ha comido. El hombre lo entiende y le hace firmar los papeles de recepción, no hace falta pedir más documentos. Tampoco es quien para escuchar quejas por asaltos. Mientras trabaja, tararea una canción en voz muy baja sin recordar cuál.

Karina no es tan comprensiva, ella maldice al menos quince veces antes de revelar su verdadero nombre: Sarahí Montejo Sarmiento

—Sí, con hache y acento en la «i» —dice al terminar de llenar las formas, mientras sorbe el contenido de una bolsa de atún. Tuvo suerte, hoy alcanzó a comer bien.

—¡Nadie vive con mil pesos, no me chingue! —grita Sol y avienta la tarjeta del gobierno. Luego de pensarlo por dos segundos la recoge del suelo, eso es más de lo que ha ganado en la semana.

El trabajador social termina las entrevistas con las tres líderes del campamento. Con las otras nueve chicas restantes es más sencillo, ninguna protesta. 

Las otras veinte chicas que trabajan en el lugar no han tenido tanta suerte como esa docena que tiene libertad de dormir en dónde puedan. Ellas serán puestas, literalmente: «En cuarentena» por sus protectores. Eso quiere decir, que las encerrarán bajo llave y casi sin alimentos por los próximos cuarenta días en lo que acaba la emergencia.

El trabajador social se retira tarareando inconscientemente la canción de pajarillo.

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