Dicen que a cada generación le toca sufrir una guerra. A mí me han tocado dos. Las dos contra enemigos invisibles. La primera, cuando era muy pequeño y temblaba oyendo las bombas lejanas. Y esta última contra un enemigo silencioso. Asesino traidor que viene junto a personas, amigos, vecinos, sabe Dios dónde.
Esta guerra la estoy perdiendo. La voy a perder. Entre una y otra guerra, ocho décadas de trabajo y sufrimientos pero también de alegrías y recompensas, Ahora me he quedado solo con mi única familia, mi hija, a seis mil kilómetros. Hace unas cuantas semanas me llamó:
– Papá, ¿por qué no te vienes a pasar el mes de abril conmigo? Los bosques de cerezos en plena floración en los alrededores de Washington son espectaculares. Y podemos celebrar aquí tu cumpleaños.
– Bueno, ya veremos. A ver si se arregla esto.
Pero «esto» no se arregla.
Son casi las ocho de la noche. Tengo que apresurarme y arreglarme para salir a la ventana. El aire frío y húmedo de finales de marzo me produce un profundo escalofrío. La fiebre hace mella en mi cuerpo y en mi alma. Algunos vecinos me saludan pero yo solo me puedo fijar en un escuálido cerezo rojo, medio en flor, que hay en el parque mientras me viene a la cabeza la imagen de los frondosos cerezos americanos en abril.
Pero aquí abril está lejano, esquivo. Mi último abril.
La gente aplaude a sus anónimos héroes como si, en una profunda catarsis, se quisiera quitar un poco el miedo y la desesperanza. Efímero jolgorio ya que hace frío y es noche cerrada. Un manto de silencio gris plomizo se extiende sobre el parque y la calle desierta. Madrugada adelantada ocupada por asombrados gatos callejeros.
Otra noche más sin saber que hacer con mis dos acompañantes y enemigos. La soledad, eterna compañera, y el asesino silencioso. Me fijo en unos papeles con teléfonos de servicios sanitarios. Es una decisión difícil.
Esta noche lo tengo claro. Mañana ya veremos. No voy a llamar. Mi enemiga íntima, en la comodidad de casa, tiene mucha más dignidad.
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