Se le juntaron los dos aromas al abrir la ventana. Poniente le trajo el olor de la leña quemada en la chimenea de granito, el olor del cocido de mamá a la lumbre en el puchero de barro, las canciones en la guitarra de su hermana y las voces de todos coreándolas. Pero sobretodo Poniente la trajo su compañía, su apoyo, su amistad y las ausencias que vinieron después.

Levante, de lavandas y jazmines le llenó la nariz, esa lavanda de su primera casa, que encendía la risa de los niños en el parque mientras ella trajinaba en su cocina pequeña, blanca, luminosa por los cuatro costados, que su padre le había ayudado a dar vida, como todo el piso. Le recordaba en cualquier detalle, en la compra del menaje y del suelo de la vivienda y en su satisfacción al comprobar la felicidad de ella, por fin, independiente.

Era un día gris, nublado, lluvioso, pero Poniente le trajo recuerdos y Levante la promesa de una primavera recién estrenada que se mostraba como invierno pero con fragancias de flores y tímidos rayos de sol; un futuro que aún abriendo la ventana se le hurtaba como un ladrón esquivo, que no podía tocar, tan siquiera con la punta de los dedos porque se le escapaba ligero como la brisa, burlón, riéndose de su confinamiento, seguro de que el enemigo invisible que les tenía a todos prisioneros en sus casas, no les dejaría atraparle; esta vez no.

Se creía muy listo, el muy ladino, pero no contaba con el arma secreta de ella: el deseo tan intenso de volver a verlos, abrazarlos, besarlos y tocarlos. Todo lo que ahora estaba prohibido. No sería de repente; no sería una explosión; sería poco a poco, para no ponerlo todo en riesgo de nuevo. Pero sería. Pero será. Porque tiene de su lado a la esperanza. Y ella le alcanzará.

ÁNGELES GURIDI

26 de marzo de 2020

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