De fiesta y sin mascarilla

De fiesta y sin mascarilla

Miguel Blanco

27/03/2020

A las dos semanas de encierro, un amigo propuso al grupo de Whatsapp quedar el viernes. Gran idea. Todos aceptamos.

—Hay que darle al evento el cariz que se merece —le dije a mi marido—. Vestirse para la ocasión, brindar con la mejor botella que haya en cada casa, elegir buena música, bailar y —después— lo que caiga. Si hemos caminado diez mil pasos dentro del piso, podemos lograr cualquier cosa.

—Di que sí. Estar confinados sólo significa renunciar a salir a la calle. Nada más —me contestó—. Nos besamos como un anticipo para el viernes.

Llegó el día. Recibimos un email con el enlace para la videoconferencia y poco a poco la pantalla quedó dividida en tantos recuadros como ordenadores estaban conectados. Nueve: Madrid, Asturias, Girona… Incluso Londres y un pueblecito finlandés donde uno llevaba años retirado en busca de esa paz que ahora nos sobraba.

Habría pagado porque mi padre hubiera visto semejante despliegue. Él, que no entendía el fax.

Tras un comienzo caótico de conversaciones superpuestas, se estableció un orden para que cada cual explicase cómo vivía el aislamiento. En nuestro turno propuse un brindis, «la próxima reunión, presencial y sin que falte nadie». Todos levantamos las copas y la ronda de corresponsales acabó entre risas. «Ahora, a bailar».

Decidíamos la música cuando algo falló y se perdió la imagen. Tras un minuto que nos pareció eterno, una voz rompió el fuego.

—Será gilipollas… ¡Pues no va el tío y se pone pajarita!

No fue la única.

—¡Anda la otra!, ¿no se ha visto?… menudo escote.

—No le aguanto. Es un pedante.

—Siempre tiene que ser lo que ella diga…

A cuentagotas, antes de recuperar la señal de video, cada recuadro de la pantalla hizo su correspondiente fundido a negro. En silencio. Sin despedirse.

Cinco minutos después, el grupo de Whatsapp estaba disuelto.

Años de amistad a la basura por un exceso de confianza, por no comprobar el micrófono. En definitiva, por no ponerse la máscara.

Nos quedó un sabor de boca tan amargo que mi marido y yo ni siquiera nos besamos esa noche.

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