El Noventa y Seis

El anuncio nos agarró casi de noche en el noventa y seis, que es lo más parecido a un teletransportador a baja velocidad; te subís en Constitución y hasta La Matanza no te podés bajar, la autopista no tiene paradas.

Todos nos mirábamos preocupados, como sabiendo. Llegamos finalmente a destino y creo que nos sentíamos en falta. Estaba prohibido andar en la calle pero ya estábamos en ella cuando la prohibición y no íbamos a quedarnos ahí varados, porque además eso también era violar la cuarentena. Así que caminamos, todos; para nosotros eran cinco cuadras hasta casa, no sé qué suerte correrían los demás… ¿correrían?

Nosotros casi que estuvimos a punto, pero nos preocupaba también que la policía nos viera y pensara que íbamos por ahí trotando alegremente, aunque no vimos ni un patrullero. Entonces caminamos rápido, apretando un poco el culo y fatigando nuestras espinillas, porque el conurbano es feo normalmente, pero más feo es de noche, y mucho más horrible esa noche en particular. Las calles casi desiertas, saturadas de bruma en el aire oscuro. Salvo por alguno más como nosotros que habrían sorprendido a mitad de camino, la ciudad estaba vacía; como en esas películas de zombis que veíamos de chicos. Sólo que ahora estábamos nosotros ahí, con miedo, apurando esas cuadras interminables en el silencio nocturno que nos helaba la sangre, igual seguimos caminando. Doblamos la última esquina, eran sólo unos setenta metros hasta la casa, en la vereda de enfrente. Pero la niebla no nos dejaba ver la reja tan deseada; desde la otra esquina se oyó el arrastrar de unos pasos, luego un inexplicable gruñido. ¡Venían hacia nosotros! Apuramos más el paso rogando llegar primero a la puerta que esas bestias a nosotros. Con las llaves en la mano corrimos las últimas dos veredas y logramos entrar justo antes de ser alcanzados. Ya del lado de adentro, en ese limbo entre la propia casa y la reja, donde todo es tan nuestro, tan seguro, vimos entre la niebla llegar a mi mujer, que había sacado a pasear al perro.