Hoy me encantaría estar en un concierto de Silvio Rodríguez. En la soledad acompañada de un montón de gente anónima que balancease su cuerpo suavemente con el mío. Bebería de mi tercio, cerraría los ojos y me mecería hasta llegar a esa parte de mi vida que recuerdo inocente, fresca, atrevida, sin tanto miedo al juicio, al rechazo, a la desazón.

A menudo se relaciona la música en acústico con un momento de bajón, de nostalgia, de circular lento. Sin embargo, yo que no comprendo una guitarra, que solo la siento, me elevo, me lleno de primavera, energizo la voluntad constante de amar pese al juicio, el rechazo y la desazón, que viene y va.

Cuando alguien mueve las cuerdas de una guitarra con esa agilidad, te hace creer que es fácil, que no hay misterio oculto, sino que la música ha sido liberada y fluye para ti como un gas que se escapa. Y esta gente suele cantar al mismo tiempo y, todo, su voz, sus dedos, sus hombros que bailan, la guitarra, su mirada, lo que sientes, parece una única pieza, una piedra preciosa, un trozo de biografía.

Es en ese momento que intuyes un venidero en el que no habrá canción para nadie, en el que el amor llegará para ti, en el que sonreirás al aire tantos paseos más vuelvas a casa, en el que podrás compartir tu intimidad más niña, sin tanto miedo al juicio, al rechazo, a la desazón. Parece una pieza preciosa de biografía, que viene y va.

Hoy echo de menos lo que echaba de menos antes, lo que echo de menos siempre, y siento la cuarentena de siempre, el aislamiento de siempre, la soledad de siempre, y la esperanza de siempre, inocente, fresca, atrevida, como un gas que se escapa.

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