El pasado 12 de marzo, en que cumplía 91 años, tuve la oportunidad de felicitar y hablar con mi madre, en un estado de repentina mejoría y lucidez. Pese a los crecientes controles de las visitas impuestos por el coronavirus, conseguí un permiso especial de la directora de la Residencia, donde llevaba un mes ingresada muy enferma, enchufada a una maquina de oxígeno las 24 horas, semiconsciente y sin poderse mover. En las palabras serenas de mamá había un tono de clarividente despedida, que apenas si supe o quise apreciar. Falleció al día siguiente. El velatorio y entierro se celebraron dentro de las terribles y frías normas impuestas por la crisis sanitaria que padecemos: con mascarillas y en la más estricta intimidad. Todo está siendo tan irreal que no sé cómo puede ser el duelo que ahora me espera.

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