Ser extranjero en un lugar como éste no es fácil, nada fácil.

Cuando decidí viajar para estar con Amanda, no tuve miedo a nada, mi obsesión por seguirla donde fuera me hizo inmune a cualquier sentimiento de peligro.

Estaba muy equivocado.

Ella es una periodista relativamente conocida, mientras que a mi se me conoce por su trabajo; soy su fotógrafo.

A eso de las cuatro de la mañana, un vuelo barato nos dejó en un casi vacío aeropuerto de Mérida, México, de donde salimos rumbo a un pueblo en el corazón de la peninsula de Yucatán, donde pasaríamos dos semanas investigando porque era el único lugar del mundo libre del terrible virus.

Una pequeña playa de aguas rosadas se abrió ante mis asombrados ojos y fue una fiesta para mi lente.

Un lugareño me sonrió y me ofreció un coco verde recién cortado.

Bebí con alegría la fresca agua y seguí mi camino tomando fotos a los hermosos flamencos que parados en una sola pata me ofrecen toda la belleza de su especie.

No habían pasado ni diez minutos cuando un fuerte dolor de estómago me dobló. Tiré la cámara a un lado y corrí a evacuar en la arena, ya que el agua es demasiado salina y todo flota allí.

Un flamenco alto y soberbio me observa mientras aprieto los dientes y maldigo al coco verde.

Amanda me ve llegar cansado y no me hace caso, cree que son mañas de un hombre de primer mundo, poco acostumbrado a pasar penurias.

– ¿Alguien te ha ofrecido comida o agua por aquí? preguntó. – ¿ Te has dado cuenta lo amables que son?.

La miré pero mi urgencia de volver al baño me impidió responder.

Después de estar dos semanas en la playa rosada con una diarrea espeluznante, llegamos a la conclusión de que la bondad desmedida de los lugareños, era la razón por la cual no enfermaban, porqué a todos ofrecían agua de coco verde y se libraban de cualquier mal.

Cómo yo, que hasta de Amanda me separé.


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