— ¡¿A dónde vas?!— me gritó con su voz ronca como lo hacía cada vez que me iba de casa. No le respondí; esta vez sus palabras se clavaron en alguna parte de mi cerebro dejándome paralizado en el quicio de la puerta. Instintivamente, recordé qué era aquello que me llevaba a salir y, muy a mi pesar reconocí que todo era prescindible. Le miré enfadado; << ¡¿quién le había dado permiso para ejercer de Pepito Grillo?! ¡Ese no era en absoluto su papel!>>. Despacio, me quité la chamarra y volví al sillón donde me esperaba la novela que estaba leyendo,—la cuarta ya desde que empezó el confinamiento—. Él me siguió con su cabeza ladeada y clavando sobre mí su ojo derecho me saludó, con la normalidad a la que me tenía habituado: — ¡¿Ya has vuelto?!— Como si realmente yo hubiese salido y regresado a casa tras mi cometido y sin la más mínima acritud por mi evidente cabreo. Me levanté sonriendo y saqué del armario doble ración de su golosina preferida. —Te la has ganado amigo— le dije—, no eres un grillo ni te llamas Pepito pero ha sido toda una lección—. Él me miró esta vez con su ojo izquierdo, como agradeciéndome el elogio, y comenzó a picotear la golosina con su pico de loro.

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