Desde el primer momento adiviné en aquel maldito y elegante japonés que pretendería ridiculizarme con algún gesto malévolo, y así fue:

Él lo sabía, sabía que yo me bajaría en ocho paradas: me lo notó en el andar; en el descuidado y apresurado andar, en mi soledad, en los ojos chivatos que delataban mi destino. Pero, aun así, prefirió quedarse de pie. Aun entrando antes que yo y haber tenido la oportunidad de arrebatarme el sitio. Él quería algo más. Me lo decían sus ojos; llenos de una ingenua y, a la vez, pícara mirada. Él pensó (todos ellos lo hacen) que merecería la pena estar de pie un rato, para coger así en sus blancas, estrechas y frías nalgas, la asquerosa silla caliente y, para ese cuidadoso trabajo, eligió mi trasero que llevaría, según sus cálculos, diez minutos sentado en aquella madera de chopo marrón oscura tan vieja como el carcamal que conducía el autobús.

De esta manera, obtuvo aquel maldito japonés, casi siete minutos (aproximadamente ese es el tiempo que tarda la camioneta en llegar al final del trayecto, lugar de varios enlaces donde, presumo, se dirigía), de satisfacción total.

Sí queridos españoles. Es triste afirmarlo, pero nuestros diminutos cerebros saben que siempre habrá un japonés dispuesto a sacrificarse un momento para burlarse del maravilloso orgullo español.

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