—Mamá, ¿por qué los primitivos pintaban bisontes en las paredes?
Le preguntó su hijo a Vicenta hace muchos años, cuando visitaron Altamira, aprovechando un viaje a Santander. Y la pobre mujer no supo qué responderle.
Fue entonces, cuando toda la familia vio por primera vez el mar. Ahora, Javier, desde el comedor de su casa, mira la marina colgada en la pared e intenta recordar, con la caracola en la oreja, el sonido de las olas, el olor a sal y el sol.
Los hombres habitaron las cavernas desde la antigüedad. Buscando refugio de la lluvia y de los depredadores, la tribu se recluía bajo techo y, en torno al fuego, se contaban historias de otras primaveras que florecieron bajo el sol.
Julio, el nieto de Vicenta, mira series en su ordenador. De alguna manera, ha comprendido que el futuro no existe y que todas las rosas que no coja hoy, mañana pueden marchitarse. Pero ahora toca esperar, seguir esperando.
Platón diría que desde la caverna solo se ven sombras, que la idea de bien está ahí fuera, en el sol.
Pero, en la plaza donde vive Vicenta, se están abriendo ventanas, se están corriendo las cortinas para que entre la luz. Hace años que, por problemas de movilidad, no puede salir a la calle mucho más que el resto. Ahora, se ha suprimido la visita semanal de los hijos, que tan feliz le hacía, pero ha ganado otras cosas.
Por las tardes, Vicenta sale al balcón y descubre que no está sola. Hacía muchos años que Vicenta no tenía ese sentimiento de comunidad, de tribu, que creyó que no volvería cuando abandonó aquel patio de vecinas donde se tendía y se charlaba como una unidad.
De pronto, un joven toca la guitarra. Es el mismo que hace unos días le dijo que si necesitaba que le comprara algo.
Por la noche, Vicenta mira las fotos de sus nietos en la pared con cierta nostalgia. Luego, su hijo la llama por teléfono y se queda sorprendido cuando ella le dice:
—Hijo, ¿comprendes ahora porque pintaban bisontes en las paredes?
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