Un niño corre por una calle solitaria. Ve dos adultos, hombre y mujer, escarbando en un enorme bote de basura. Esperanzado, se acerca a ellos:

-¡Ayúdenme, por favor!

-Deja de buscar-contesta el hombre, mirando a la mujer-ya tenemos comida.

Avanza hacia el niño, mientras sonríe confiado. Su boca de dientes podridos recuerda la corona de vidrios rotos con que los campesinos remataban los muros de sus patios, para protegerse de los ladrones. Intenta sacar algo de uno de sus bolsillos, cuando Sebas, «carnada», grita:

-¡Ya!

Una roca certera golpea al hombre en la cabeza. Otras dos se unen, golpeándole el cuerpo y la cara. Unas cuantas más aporrean las piernas, ninguna falla. Cae, desmayado, y un objeto rueda de su mano flaca. Mario, de nueve años, el mejor hondero de la manada, dice triunfante:

-¿Vieron? Son mangos, y están casi sanitos.

La mujer ha huido, espoleada por el pánico y aprovechando que la jauría se concentra en una sola victima. En las siete camisas de la pandilla, una mano infantil ha escrito «Perros salbajes», rótulo que parece conversar con otro, estampado en el vientre metálico del bote de basura: «Frutería Manolo´s».

La sotana del hombre, sucia y raída, ondea al viento.

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