Se levantó temprano, como casi desde el primer día de aquella nueva vida impuesta; abrió la ventana del dormitorio y miró a la calle y miró el reloj; ignoraba la hora, aunque la sabía temprana; no ver a todas aquellas personas con las que se cruzaba cada mañana, le volvió a hacer daño. Era como si algo duro y frío se le clavara en el pecho. Miedo, le dijo una vocecita impertinente. Tienes miedo.

Sacudió la cabeza, intentando quitarse de encima esa vocecita; café, se dijo, eso es lo que te hace falta. Se entretuvo mirando como la máquina expulsaba el líquido entre volutas de humo y un ruido que ya se le había hecho familiar y que, de paso, rompía el silencio. Hoy funciona, se dijo. Se ve que la máquina tiene sus días buenos, como el común de los mortales. (A esas alturas de la vida y viendo lo que se veía por la tele y por la ventana, no tenía motivos para dudar de la humanidad de su cafetera).

La taza en la mano y para el salón; la tele encendida pero “mute”, dando salida a imágenes de otros sitios, de personas que parecían tener mucho que decir pero que así, sin voz, le parecieron cómicos y por alguna razón, falsos también. Vendedores de humo, pero sin olor a café.

Se sentó en el sofá y se concentró en su taza. El café, amargo y caliente, le fascinaba. Tienes miedo. La vocecita volvió sin avisar y sin que nadie la hubiese invocado. Tienes miedo. Intentó pactar con ella.

-Vale, sí, tengo miedo; quiero decir que, vamos a suponer por un momento que es cierto, que tengo miedo… pero, ¿a qué o a quién?

-Lo sabes, tú mejor que nadie lo sabe.

-…

-Tienes los síntomas, pero no es eso lo que temes.

-…

-Temes el silencio. Temes que te pese el silencio. Temes hacerlo tuyo, que te ordene, que te siga haciendo la persona cobarde que eres ahora. Temes quedarte callada y no decir todo lo que te está helando por dentro… ¿quieres que siga?

-…

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