Me dejo caer por los suelos después de haber diversificado actividades. Mis músculos son como toallas mojadas que me atornillan la espalda. A golpe de talones me deslizo por el entarimado y busco al lepisma que merodea estos días por los rodapiés del apartamento. Ahora pienso que cuando llegué a este zulo, lo mismo ya moraba a su antojo por toda la superficie. Al parecer les gusta comer restos orgánicos y papel, por lo que le he dispuesto una pila de periódicos pasados para que se atiborre de letras, de números o de lo que quiera.

Antes de reptar hacia su ecosistema veo pelos secos,alguna uña bien cortada, miga de pan fosilizada como una pequeña roca y dos capuchones de boli bajo el sofá. Y muchas nubes de polvo gris, que parecen que van a descargar una soflama de adjetivos hacia mi. Mientras retiro con sumo cuidado los diarios me exijo que en los próximos días de confinamiento no pasa a que ponga un poco más de orden y limpieza en mi hogar.A este paso otros invertebrados intuirán que por aquí se vive de puta madre.

Sacudo los diarios y entre las hojas se van desprendiendo como gotas de acero, sardinitas diminutas con cola y antenas que buscan de nuevo meterse en zonas oscuras y calientes. Reflexiono durante unos segundos si merece la pena mantener a generaciones de lepismas en régimen interno y con todos los gastos pagados. Me digo que no, que no y que no, intento levantarme despacio y mis rodillas me suenan como dos palos pisados por un caballo. Caigo al suelo de nuevo y me quedo panza arriba escuchando las noticias. Escucho que van a seleccionar a los que tengan mejor capacidad para recuperarse y estén en mejores condiciones para albergar mayores esperanzas de supervivencia. No dicen más porque lo demás lo entiendo todo.

De momento voy a dejar que mi familia de lepismas se desparrame por la casa y más adelante ya decidiré…

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