Ahora solo quedo yo. Esos malditos bichos acabaron con todos. En principio no parecía excesivamente complicado, se trataba de actuar con disciplina, de controlar el aire y las gotitas de saliva en suspensión que acababan encontrando de una u otra forma su camino hasta las bocas, ojos o narices.
En un principio quizá el error fue confiarnos demasiado, nos precipitamos al pensar que los bichos se vendrían abajo en seguida, que desfallecerían sin remedio ante nuestra potente y vanidosa maquinaria de aniquilación. Pero no tardamos en darnos cuenta de que eran más firmes y tenaces de lo que sus insignificantes presencias parecían indicarnos.
Tomamos impulso recrudeciendo la batalla; intensificamos nuestros esfuerzos en acorralarlos, pensando que, arrinconados, sería más fácil darles caza y aniquilarlos sin el menor atisbo de misericordia.
Pero no fue así. Cuando ya pensábamos que el aislamiento habría hecho mella en su detestable naturaleza y los habríamos hundido en la más profunda de las miserias, los bichos contraatacaron de nuevo y, esa vez, con más fuerza que nunca.
Esos miserables guardaban sus calles vacías seguros de que volverían a transitarlas. Miraron al miedo de frente y, en vez quejarse o llorar, salían a sus balcones y ventanas a aplaudirse a ellos mismos y a los que continuaban trabajando bajo la incertidumbre de nuestras amenazas; a cantar canciones que regalaban a los demás sin pedir nada a cambio. Hablaban de armas que nosotros desconocíamos; la poesía, la música, el amor. Se mandaban corazones y besos y te quieros por sus malditas redes, que eran como extraordinarias palomas mensajeras y echaban sonrisas al aire para quien las quisiera coger.
No pudimos hacer nada, amparados por sus guerreros con pijama y batas blancas, haciendo uso de una maestría propia de prestidigitadores, cambiaron el curso de los acontecimientos y cuando nos quisimos dar cuenta, eramos nosotros los que nos encontrábamos aislados.
Todos los demás murieron, solo quedo yo, consumiéndome en la nostalgia de aquellos días en que partimos de aquel mercado mojado de Wuhan, decididos a adueñarnos del mundo, solo quedo yo esperando resignado mi muerte en esta odiosa jaula de cristal.
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