En una isla artificial del río que, formando meandros imposibles, bordea la ciudad, hay miles de salmones contra la corriente, volviendo al lugar donde nacieron para aparearse, como si el tiempo no se pudiera parar y la eternidad no estuviera un poco más adelante. Entre las rocas graníticas de musgo y liquen nos quitamos la mascarilla y nos besamos. Pero, enseguida, tú te apartas de mí y me empujas al agua. Exclamas: 

-¡No tienes ni idea de quién soy! 

Sin duda, tienes razón. Por tanto, no me queda más remedio que admitirlo, preguntándote: 

-¿No hemos llegado juntos aquí? 

Nos conocimos en la escuela de idiomas que hay a las afueras, cerca de las factorías y las autopistas, en una clase de alguna materia que jamás nos sirvió para nada más y, desde el primer momento en que nos sentamos juntos en el pupitre, supe que era para mí, pero quizá ella no. En cuanto las clases acabaron y las teclas del piano de la sala de música saltaron, comenzamos nuestra relación, hasta hoy. Trabajamos en el otro, nos regalamos flores de plástico y limpiamos con pasta dentífrica el anillo de compromiso de plata del otro, pero la pandemia comenzó. En un comienzo, no nos afectó sino que, de hecho, nos unió. Transcurrían los días y éramos más felices, ella me leía cuentos de autores olvidados y yo tomaba fotos holga de su ombligo. Pero, después, nos dejamos llevar. Nada más despertar, yo era otro, pero ella, la misma. Durante meses encendimos la luz y nos limitamos a escuchar las ratas correr libres por las tuberías del edificio, soñando con el día de hoy, cuando encontraríamos la fortaleza para vencer la ley e ir al río. Una ambulancia suena en la distancia o, quizá, en nuestra busca, la policía. Afirmo: 

-Claro que sé quién eres, el amor de mi vida. Has de confiar en mí y ser fuerte, como siempre, sigue tu corazón.

Pero, ella se pone la mascarilla y, llorando, se va. De espaldas, recuerda:

-Yo soy como todos, jamás rompería las normas sociales, pero tú vas contra la corriente, has cambiado demasiado para mí.

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