Todo había comenzado una mañana como aquella con el repicar de las campanas de la iglesia que permanecía vacía desde hacía más de 2 décadas.

El tañer de las campanas inundó el silencio y aquellos que habían decidido permanecer en las cercanías de aquella comarca no supieron qué sentir. En el pueblo se respiraba una profunda apatía, la apatía que produce el transcurrir del tiempo sin que haya un sentido en aquello que se hace o que se deja de hacer; San Juan, la aldea que quizá podría salir de su letargo con el sonido de una campana, se asemejaba a aquellos hombres que de pronto se encuentran con que el tiempo pasa pero en ellos no ocurre nada.

Aquel lugar a orillas del río Magdalena había sido un próspero y dinámico puerto por el que transitaban y se detenían comerciantes de arroz, cacahuete o algodón, quienes esperaban a alguno de los vapores que solían atracar una vez por semana para llevarlos al norte del país a vender sus cosechas. La gente llenaba las calles con el sonido de sus pasos y sus nutridas conversaciones. Los negocios se abrían hacia fuera en una alegre rutina de ir y venir de compradores y mirones que estaban en busca de alguna cosa o simplemente de una sombra que los protegiera de la canícula.

Hacía más de 20 años el tañer de las campanas y el sonido de los voladores les había traído la noticia de que las vías del tren pasarían cerca y que eso les llevaría prosperidad, probablemente nuevos oficios, más pobladores. Aquel 6 de junio de 1920 los habitantes de San Juan se movieron entre la alegría y la incertidumbre. Pocos meses después una migración de ingenieros, obreros y funcionarios invadían como una plaga el puerto, las calles, la plaza, el bar. Camiones y furgones de inmensas proporciones circulaban por la única carretera que conducía a San Juan y nubes de polvo se colaron en los negocios, en las habitaciones, en las cocinas y en el aula que hacía de escuela primaria.

Como una gran cicatriz, la vía férrea fue agarrándose a la tierra para cambiarlo todo. No hubo nuevos oficios, no hubo prosperidad, no llegó gente de otros lugares. El puerto fue olvidado, ya no era necesario llegar o desembarcar allí, el tren que corría paralelo al pueblo de San Juan se lo llevó todo incluso el sonido de las campanas que ya nadie tocó, por eso aquel insólito viento que las había hecho sonar obligó a sus diez únicos moradores a recordar.

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