El caserón de los Diéguez no es más que otro cadáver de la aldea oculto entre castaños de ramas salvajes. Por el bosque, pasean Cándida y Silverio cogidos del brazo junto a un perro que les vio nacer. La neblina propia del otoño ha invocado borraxeira y un poco de chuvia feble.
—Menuda lapiñeira, ¡carallo!
Cándida ríe, sombría, y sigue cogiendo castañas que se le escurren de entre las manos contra la hierba mojada.
—¿Sabes lo peor? Que ni tan siquiera han venido a pobra.
—Ay, cállate, Tito. Tú fuiste el primero en largarte a Barcelona.
—Aun así —dice Silverio posando sus huesudas manos contra los goznes de la puerta.
—¡Qué de óxido! Pachín —llama ella al can—, vamos al porche, que esta humedad cala hasta los huesos.
El viejo labrador blanco olisquea el suelo y camina tras los pasos de la mujer. Ya en el pórtico, cae rendido contra los tablones cuarteados.
La pareja atraviesa la puerta llena de herrumbre y moho. En el interior, las zarzas y el almorejo han engullido las esquinas del comedor; a mano izquierda, las escaleras de la cocina se han resquebrajado; alguien dejó abiertas las ventanas y una hiedra inclemente se ha adueñado de los fogones y de la vieja chimenea donde aún duerme un puchero de hierro.
—Cuando empezó a verse así, hubo vecinos que se quejaron en el consistorio.
Cándida entra en la cocina detrás de su marido.
Las castañas ruedan por el suelo.
—Dios mío. Qué desastre.
Silverio alcanza la escalera del segundo piso, marchita y combada por el frío húmedo de demasiados inviernos. Arriba, la penumbra de la aurora oculta parte de los estragos del salón; Silverio abre el cajón de una alacena llena de harapos que fueron mantelería.
—Ten cuidado ahí arriba —dice Cándida—, oigo crujir el suelo.
—Mujer, te preocupas de unas cosas ya.
Bajo las telas espera la caja de hojalata roja con la serigrafía de unas bodegas riojanas. Silverio carga con ella hasta la planta baja; en la cocina, deja la hojalata sobre la mesa de madera tallada y se sienta en una de las polvorientas sillas que le esperan.
—Ve a por Pachín, que haremos fuego.
Cuando Cándida vuelve con el perro, el fuego restalla en la chimenea; los tallos verdes que se habían colado, furtivos, chisporrotean y llenan la estancia de matices contrapuestos: de madera reseca, y de savia verde.
Él:
—Cuando éramos pequeños, siempre temía que Pachín se cayese al fuego.
Cándida abre la caja; dentro hay una carta firmada por ambos; una declaración de intenciones para con su hogar, el recuerdo de años de felicidad y la promesa de un retorno que no llegó, de la pervivencia de su memoria en aquellas piedras y aquellos campos que se han perdido; una historia que fue parte de todos y que, sin advertir cómo, terminó por ser nada.
—Qué pena, Tito. Nosotros somos más culpables que ellos.
—Pon otro madero, que Pachín tiene frío —dice el espíritu.
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