Me quedé mirando alrededor y sólo veía montañas. Aspiré profundamente el aire que me alimentaría todo aquel verano de trabajo, y tímidamente curioseé los rincones aledaños.

Mi ansia de aventura quedó saciada cuando la familia se despidió de mí.

Comenzó mi hazaña subiendo caminos imposibles hasta que los aprendí casi de memoria. Recorrí los pueblos temerosa de que las piedras se despeñaran y me enterraran en el acto; tendría que permanecer en el lugar agonizando hasta que algún otro coche pasara.

El mundo se paró cuando llegué a Órgiva y aprendí a hablar un lenguaje que me era ajeno.

Ujíjar, Cádiar, Lobras, Válor, Bérchules, Mecina Bombarón, Turón, Narila, Laroles, Pitres…

Supe de los senderos y de la gente, y perseguí todos los riachuelos a la espera de encontrar un lugar mágico que permaneciera en mi recuerdo.

A veces encontraba la paz en esa orfandad de pertenencia, entre las cabras, los caballos, y las frutas y las verduras de mi vecina.

Pero el aire comenzó a asfixiarme; me cansé de los caminos y de hablar con las piedras. Bebí del agua agria para saciar la soledad de mi desgarrador destierro.

Y lloré hasta vaciarme.

Nunca había echado tanto de menos el trajín de la ciudad y las prisas absurdas.

Al cabo de un tiempo regresé a aquel lugar por voluntad propia y tuve la sensación de que algo de aquello me pertenecía.

Regresé a los caminos y a los riachuelos, volví a comer fruta de los árboles de mi vecina… y respiré aliviada al comprobar que todo seguía en su sitio.

Alpujarras
de piedra.
De caminos,
de aguas,
de convicciones
férreas.

Alpujarras
como su gente.
De tierra.

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