Cuando llegó al pueblo, supo que si moría allí nadie recogería su cuerpo hasta que ya estuviera descompuesto. Hasta que alguien tomara el camino que ahora poblaban las piedras, cruzara el río y atravesara las ramas, expresamente en su busca. El problema era que nadie le buscaría, nunca. Estaba igual de solo que la araña que le recibió en el pomo de la puerta de la única casa en pie, de la que fueron arrancados sus habitantes y, con ellos, los recuerdos, al límite de la inundación del nuevo pantano.

Todavía se adivinaba la marca del agua, que separaba la huida de la ira y la infancia. Todavía podía recordar a quienes cruzaban día tras día ese umbral, que levantarían ellos mismos, con sus manos, hasta el mismo momento en el que alguien decidió que ese lugar sería más rentable bajo el agua. Todavía podía oír el sonido de las campanas de la iglesia, los gritos de sus padres, el silencio cuando subieron a la barca destino a su nueva casa, que no a su hogar.

Sabía que, si moría allí, nadie le encontraría en la oscuridad que aquel lugar arrastraba desde hacía 50 años. Por eso, cuando enroscó la primera bombilla, e iluminó la última habitación que pisó aquel 20 de noviembre de 1967, le pareció haber devuelto a Fayón a los días anteriores a que el agua arrasara con todo.

Dos segundos más tarde, la bombilla estalló.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS