Me llamo Juan, tengo 77 años y soy lechero. Desde que era joven me he dedicado a este oficio tan arduo, cada día, desde bien temprano hasta que la única iluminación natural era la luz de las estrellas y la luna.

Por las mañana, me levantaba sobre las 4 para ordeñar las vacas, aun cuando los gallos no habían lanzado su canto; y es que cada una de ellas tenía un reloj biológico diferente y no todas daban la leche a la misma hora. El ordeño requería un procedimiento bastante minucioso: el animal debía encontrarse a cubierto, en un lugar tranquilo y aislado. Para extraer la leche había que masajear las ubres de arriba hacia abajo ejerciendo una suave pero constante presión que en ocasiones dejaban mis nudillos aturdidos.

Vaca por vaca, el bombeo de la leche me podía llevar hasta las 9 de la mañana, cuando comenzaba a meterla en unas grandes garrafas de metal a través de un filtro para evitar las impurezas y, poco después, repartirla por todos los rincones del pueblo con mi carretilla.

Me encantaba mi trabajo, todos los vecinos me conocían y compraban mi leche, algunos incluso me aguardaban a que yo soplara el silbato para anunciar mi llegada, expectantes en las puertas de sus casas para saber cuánta leche me quedaba y si tenia suficiente para ellos. Decían que el lácteo que yo vendía tenia propiedades mágicas y curativas.

Aquel día, sin embargo, iba a vender mi última botella del día, el resto de la leche, la tendría que tirar, o dársela a aquellos animales que pudieran beberla para no desperdiciarla. Ya no vendía tanto como antes, mis clientes desaparecían.

–¿Qué tal todo, Juan ?

–Aquí andamos, la cadera vuelve a hacer de las suyas, pero nada que no haya superado ya –respondí sin querer darle más importancia.

–Quería informarte, nos mudamos a la ciudad, mañana. Mi mujer ha encontrado trabajo allí y en lugar de hacer idas y vueltas hemos alquilado un piso.

–¡Me alegro mucho! Espero que os vaya muy bien esta nueva aventura. –Cerré la garrafa de leche, pensando en los cuidados que tenía que dar a mis animales esa tarde.

–Quizás deberías dedicarte a otra cosa, Juan, no creo que este oficio te vaya a dar mucho más.

Quedé dubitativo durante unos segundos, mi vecino tenía razón, cada vez tendría menos clientes, pero no podía deshacerme de un día para otro de un oficio que había protagonizado toda mi vida.

–Puede que comience a vender queso natural, huevos u otras cosas al mismo tiempo que la leche para completar mi carretilla; –sonreí– pero, aunque solo quede una persona en el pueblo, seguiré teniendo la obligación de pasar cada día por su puerta con este silbato –guiñé el ojo y continué mi camino para volver a casa.

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