Y así, cuando llegó el momento, la humanidad caída en desesperación marchó al nuevo mundo: Marte.

Y la tierra; sucia, descorazonada y podrida como estaba, quedó casi despoblada…, sólo parias y locos fueron dejados atrás por una sociedad más elitista de la que Darwin estaría orgulloso. ¿Y yo? Iba a reírme de los cuerdos y abrazar la muerte. En menos de cincuenta años del segundo milenio, nuestro alguna vez hermoso planeta azul terminó siendo un basurero tóxico. Tenía sentido que algunas drogas letales en tu sistema, y locura en tu cerebro, te permitieran sobrevivir sin tener que llevar una máscara. Mientras el resto abandonó un barco que se hundía para volverse marcianos. Primos lejanos. Sangre que se repudia. Pero no somos conquistadores. Somos termitas, consumimos vida, asesinamos especies, no tenemos razón de ser. Creer que cambiar de mundo cambiaría lo que somos, como un escarmiento del viejo testamento; era la máxima mentira de un ateísmo genético. Un último éxodo fue lo mejor que pudo sucederle a la tierra desde el diluvio. ¿Y sabes cómo me sentí cuando murieron allá arriba en sus naves en inclementes garras del infortunio?

Me sentí única. Me sentí fantástica viendo los fuegos artificiales.

Quedamos nosotros. Ratas, supongo. No más diferencias, reglas, no más «bien y mal», sólo la transgresión y el castigo. La autodestrucción y el infierno. Veneno en el aire, el agua, en tus venas. Nuestro último futuro, sin generaciones por venir. Nadie que se proclamara rey, presidente, profeta, dios. Que reescribiera los errores que nos trajeron aquí. Guerras, odio, crímenes, arrogancia, pobreza, sobrepoblación, escasez, enfermedad, muerte. Un mundo convertido en una gran Chernóbil, porque no habíamos aprendido otra cosa que volarnos unos a otros para «prevalecer». Pero, los hombres aman pelear con sus armas. Y las mujeres nunca dejaron de procrear más armas. Una ecuación mal pensada. Puestos en el universo frío y grávido de agujeros. ¿A quién le importaban las cuerdas ahora? ¿Quién viviría para contar una historia? Al menos los que quedaban valorábamos este pedazo flotante de tierra por lo que era. Nuestro hogar, roído. Heredamos un derecho cruel de sobrevivir.

¿Y qué? Algunos días era divertido ser de los últimos. Eran los recuerdos lo que dolía mantener con vida. El patrimonio nuestro: Genocidio. «Sálvese quien pueda». Me parece que estaba escrito que la tierra se abriría y el infierno saldría de su interior. Pero, ¿dónde estaban los libros cuando los necesitabas? Nos extinguiríamos, algunos pisando este suelo, algunos habiendo codiciado otro cielo. ¿Y qué? El mundo se había vuelto esquizofrénico, y éramos su alucinación violenta que finalmente necesitaba ser erradicada. ¿Importaba quién reiría de último?

Te acostabas y pensabas en ello…, cómo serías de los últimos gusanos retorciéndose en esta pobre manzana ulcerada. Y era extraño ver lo que quedaba del pasado, soñar con un cielo azul, e imaginar esas millones de almas brillando junto a las estrellas muertas también. Habiendo explotado camino a Marte.

Y la tierra, seguía de pie.

Pero, corran todos. La lluvia ácida ya viene.

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