Quería mucho acordarse cómo jugar a las Damas.

Su hijo Ángel le había regalado un tablero durante su última visita al pueblo y después de que le hubiese explicado cual era la dinamica, ella lo había olvidado. Ahora, con el tablero en las manos, se esforzaba por recordar. En realidad, quería recordar porque deseaba jugar con él cuando fuese a verla; deseaba sorprenderlo, que se sintiese orgulloso de su habilidad para manipular las fichas bruñidas sobre el tablero.

– Ya te acordaras – le susurró el niño y colocó su manita sobre la de ella. El contraste resultaba todo menos reconfortante, pero el tacto de la mano suave del chiquillo era un regalo que atesoraba -. Ahora, vamos.

Salió a encontrarse con la tarde que moría.

La casita donde ella vivía era una construcción arcaica, de adobe y tejas, rodeada de árboles entre los que destacaban las coníferas que adornaban la falda de la montaña. A un costado de las tapias, un grupo de solitarios choclos se bamboleaban con la brisa fría del altiplano, como borrachos de regreso a casa luego de una juerga particularmente larga. Un montón de carrizos resecos se apilaba al otro lado. Los guardaba para cocinar o para tumbar los limones gordos del limonero que crecía en el predio vecino, donde no había nadie que los recogiera, pues los caseros se habían marchado tiempo atrás.

Aparte de eso no había mucho más.

El niño le tomó de la mano y así comenzó a descender la estrecha carretera de tierra que llevaba hasta Yuibug. No quedaba demasiado lejos y al correr de un par de minutos de arrastrar los pies sobre el polvo, logró divisar los techados de las chabolas en medio de un mar de neblina que parecia levantarse de las piedras cuando caía la noche. A un costado de la iglesia mayor existia un prado que se desprendía de la meseta y se deslizaba hacía el río en ondas no demasiado empinadas. Sus ovejas pacían ahí, las últimas que le quedaban. En otro tiempo el rebaño había sido grande, pero ahora escaseaba el alimento y los animales morían constantemente.

– Quedate quietecito aquí – le dijo al niño, sonriendole con ternura. Luego, comezó a arrear a los animales hasta que salieron al viejo adoquinado de la calle principal del pueblo. El ruido de las pezuñas sobre la piedra era, aparte del silbido constante del viento, el único sonido en el lugar. Como siempre hacía, se detuvo un momento para mirar los días del abandono. La ceniza que marchitaba la hierba había cubierto con un manto gris la arquitectura mustia de Yuibug. Todo en aquel lugar era gris. El tendido electrico había dejado de funcionar años atrás, cuando alertados por el rugido de la Mama Tungurahua, la gente se había ido para no volver.

– ¿Ya recordaste cómo se juega a las Damas, mamá? – la manita del niño tironeando de su ropa.

– No, Ángelito. Pero te prometo que lo recordaré antes de que vuelvas.

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