La paciencia es mi virtud

La paciencia es mi virtud

Lana Oros

13/10/2018


Custodiado por agentes del CTI, agazapado caminó Bernardo, con la cabeza baja y su expresión de hombre bonachón. «¡¡¡Asesino, asesino!!!», le reprochaba al unísono un tumulto de gente exigiendo justicia…

En la fiscalía, impaciente aguardó a Rodríguez, un abogado de renombre muy respetado en la alta sociedad; sus trabajos más destacados: coseguir casa por cárcel para políticos y policías corruptos vinculados al narcotráfico; pero quien cruzó la puerta, era alguien que no esperaba.

De traje y sin corbata ingresó Acacio, un hombre alrededor de los 35 años de aspecto humilde; pidió a los guardias privacidad, una vez se retiraron, se sentó frente a Bernardo cruzado de brazos sin decir nada.

Bernardo seguía expectante frente al culpable de su desgracia, quien lo miraba entretenido como si se divirtiera con cada segundo de su incertidumbre; aunque lo odiaba, sabía que era un hombre de honor; sin embargo, le notó una mirada cambiante, el brillo en sus ojos opacó su tranquilidad…

—¿Usted no me recuerda, cierto? —Bernardo no comprendió su pregunta, su cara reflejó confusión y su boca la intención de responder aún no sabía qué. —Lo supuse… —agregó Acacio—, con su lista de crímenes tan larga, es probable que ya no recuerde a todas sus víctimas…: año 95, pueblito las Azucenas, ¿le dice algo…? —Bernardo pasó la saliva atorada en su garganta, sintió aumentar sus palpitaciones, y empezó a sudar frío.

Parpadeó para liberar unas lágrimas, vio alrededor las cenizas de su casa y las de sus vecinos; sobre su hombro izquierdo la mano del alcalde, quien a través de un micrófono manifestaba su solidaridad a los sobrevivientes, también anunciaba que en veinte días comenzaría la explotación minera en las Azucenas, explotación minera, a la que tanto se opuso el pueblo…—¿¡Qué piensa hacer!?, ¿¡me va a matar…!? —interrumpió Bernardo a Acacio, que parecía perdido en sus pensamientos.

—¿¡Matar!? ¡Qué tontería!, todos sospecharían de mí. —Bernardo exhaló un suspiro. —Yo no quiero a mis enemigos muertos… —prosiguió—, quiero que vivan para sufrir:

»Quiero verlos arrastrándose…, tragándose sus palabras…, pidiéndome ayuda… y, se las daré, ¡no cómo esperan!, pero se las daré…

»Que pasen vergüenza por deberme favores, que vean cómo pisoteo su orgullo y dignidad…, si es que la tienen.

—¡Usted no es lo que todos creen!, ¡usted no es mejor que yo! —exclamó Bernardo con risa nerviosa.

—Mejor, ; bueno, tal vez no…; pero puedo vivir con eso —respondió Acacio con una sonrisa que no mostraba dientes—, además, para el pueblo: usted siempre será el asesino cobarde…, en cambio yo, seré el valiente que perdona a sus enemigos… Adiós exalcalde, tengo un pueblo que gobernar.

Acacio se levantó y se aproximó a la puerta.

—¡¡¡Yo tengo influencias y el mejor abogado!!! —aseveró Bernardo.

Con la frente en alto, las manos en los bolsillos y sin volver la mirada, Acacio concluyó:

—Sí, lo sé, pero la paciencia… es mi virtud…

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