Texto, música, interpretación: Inés Fonseca
No sé…No quiero pensar. Solo deseo que estén bien. Tengo provisiones para un mes,
pero me falta el aire. Necesito ver el cielo, oír los pájaros.
Telma, mi gata, me mira extrañada, aunque tiene su comida, su agua, hasta su arañador.
Está aburrida al igual que yo. Bajé de la casa media biblioteca y leo, leo mucho.
También la hablo, la acaricio y eso me calma.
Ana, Vera…Espero que estén bien. La pequeña es lista. Con siete años se ha percatado
de todo. Tenía el miedo en los ojos. Se lo he visto. Ana tenía la mirada perdida. Desde
que supo que Yury había muerto en Mariúpol es otra. “La vida sigue”, le digo. “La vida
sigue” me dice sin ninguna convicción. No me querían dejar aquí, lo sé, pero soy mayor,
sería un estorbo. Una cosa es dar refugio a una joven con una niña pequeña y otra muy
distinta es dar asilo a una vieja como yo. Solo soy un estómago a alimentar. Además, a la
comida hay que añadir los medicamentos para la tensión, el colesterol, la artritis
reumatoide… Soy catedrática en Filosofía. Tengo sesenta y nueve años, jubilada y en
declive. Soy el sueño que perdí.
Escucho el ruido sordo del generador. La luz es tenue y silenciosa. El aire huele a
humedad y sardinas, a pesar de los filtros. No se pueden tamizar los olores de las latas
que voy consumiendo. Todo huele a podredumbre, a tristeza, a vacío. Yo misma
desprendo un hedor desconocido hasta ahora: el del miedo.
Al principio las bombas se oían lejos. Luego, cada vez más cerca y, por último, aquel
misil se estrelló sobre la casa de Olga, mi mejor amiga. Murió bajo los escombros, sola.
Yo le gritaba desde fuera: “Te pienso, no estás sola! ¡Te quiero, te pienso!” No sé si llegó
a oírme. Si el azar hubiese sido benévolo con ella, ahora estaríamos en estos cinco metros
cuadrados, recordando, hablando, llorando, pero juntas. Ella estaría pintando con esos
colores que le caracterizaban y que tanta fama le habían propiciado. Yo seguiría
escribiendo mi tercer libro sobre el pensamiento del siglo XXI. Todos tenemos un
universo propio, pero al mismo tiempo ese universo es compartido. Toda la vida dando
clases, seminarios sobre el poder del pensamiento, para acabar en este bunker antibombas
hablando y bebiendo sola. El vodka me ayuda a digerir las emociones que me asaltan día
y noche, aunque, aquí, la noche lo ha invadido todo desde que cerré la trampilla.
Llevo un mes encerrada. He dejado de pensar. Al menos no pienso como antes, no razono
como antes. Estoy invadida por las emociones y no pienso con claridad. Necesito vengar
la muerte de mi yerno, la muerte de mi amiga, la de todos. A momentos me invade la
rabia y entonces pienso en quien ha provocado este desastre. Desearía tenerlo aquí, frente
a mí para matarlo con mis propias manos. Luego, pienso, intento pensar. Recuerdo las
conferencias que yo dictaba dando a entender que la historia nos enseña que los ciclos de
paz y guerra se engendran por heridas mal cerradas, venganzas, humillaciones y ansias
de poder desmedidas. Todo es real.
Antes, la vida era un crucigrama más o menos sencillo que íbamos resolviendo día a día.
Ahora es la huida, la espera para unos y la lucha para otros. Escribo este diario para no
enloquecer. Sé que me encontrarán. Si derriban el cobertizo es posible que me salve. Si
pasan y todo está en pie verán la trampilla que me esconde.
Intento cerrar los ojos, acariciar a Telma y pensar en una rosa del jardín. Hoy estarán
naciendo, brotando con la primavera. Aprieto los párpados y aspiro el aroma que se
esconde en algún resquicio de mi cerebro. La belleza, ahora, está en lo que no veo, en lo
que puedo y llego a recordar.
Pienso en Ana. Demasiado tiempo sin saber. Sé que no sirve de nada que me preocupe,
pero la emoción va antes que la razón y no puedo luchar contra ello. No me imagino a
una persona joven aquí encerrada. Un móvil sin cobertura es una muerte cerebral para los
jóvenes de ahora. El mío está en el bolsillo de la chaqueta, siempre cargado. Lo abro
mínimo tres veces al día y reviso las fotos de años, de meses, de días anteriores a que todo
estallara como un mal sueño. Es mi álbum de fotos. Las aprendo como si fueran un
abecedario. No encierran palabras, encierran sentimientos: las sonrisas de mi nieta en sus
labios y en su mirada; los arrumacos de Ana con Yury en ese amor mutuo y sincero; Olga
pintando en la calma y la serenidad de sus azules; el jardín en flor, los viajes, los
seminarios, los colegas y tantas y tantas imágenes que me trasladan al pasado reciente y
también lejano. Solo quedan fotos, recuerdos de biblioteca.
Me gustaría creer que alguien piensa en mí, que me tiene presente en sus oraciones o en
sus pensamientos. Quiero imaginar que Ana y Vera están en un lugar seguro, en un hogar
digno, rodeadas de luz, de calor, de flores, de cuadros, de música… Que me piensan y me
trasladan su afecto, el cielo, la luz, el sol y la luna que les cubre. Deseo que me encuentren
entre versos, entre cantos, entre colores. Necesito que me lleguen sus ánimos y
esperanzas.
Siento que el aire y los horrores de Kabul han llegado a mi país. Estoy atrapada en mi
tierra, en mi propia finca, en mi propio país y escondida bajo tierra. Somos miles.
Presiento que no lograré salir de esta trampa. Es una premonición o solo una pesadilla.
No sé…
Cada día estoy más perdida…Me siento más lejos de todo, hasta de mí misma. A veces
me despiertan ligeros estremecimientos. Telma duerme cada vez más. Ya no ronronea.
Estoy oyendo ruidos. Ruidos externos. También escucho el latido de mi corazón. Sigo
escribiendo… es la única arma que poseo.
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