Primera semana

Lunes

Oye girar la llave en la cerradura y cierra el libro de golpe. Tras un instante de duda, se levanta de un salto y lo vuelve a colocar en su sitio de la estantería. Rápida, empuña el trapo del polvo con una mano y el abrillantador con la otra, asoma la cabeza por la puerta de la habitación que hace de biblioteca, y ve como la dueña entra en el piso cargada de paquetes.

—Señora Vila, qué sorpresa —dice almibarada. «Casi me pilla», piensa. «Menos mal que he salío pronto».

—¡Vengo tan cargada que casi no puedo llegar! —exclama la señora Vila. Cierra la puerta con el pie y deja las bolsas en el suelo de parquet del pasillo. Entonces pregunta, suspicaz—: Fina, ¿qué estabas haciendo?

—Limpiando el polvo de la estantería, señora Vila. Hay que hacerlo de vez en cuando, que sino se amontona…

—Deja eso, que no es urgente. Ponte con la plancha.

—Como usted mande, señora Vila. Pero déjeme ayudarla —dice, agachándose sobre las bolsas que ha traído su patrona.

—Coge las bolsas de latas y guárdalas en su sitio.

Fina toma dos bolsas y se dirige a la cocina. Ve como la señora Vila recoge el resto y se adentra por el pasillo hacia el dormitorio. Es rubia natural, y aunque tiene buen tipo ya se le notan arrugas. Viste un traje pantalón color café. Tiene mucho carácter, es muy decidida. A ella le hubiera gustado tener tanto temperamento como la señora Vila. O no, mejor no, tanta personalidad no le conviene a una limpiadora. Fina entra en la cocina. Disfrutaría si tuviera una cocina así, bien equipada, espaciosa y ordenada. Guarda las latas, son conservas de pescado salvo una lata de paté francés. Sin mucho entusiasmo, va al cuarto de invitados donde está la tabla y el cesto de ropa para planchar. «Se me ha fastidiao la lectura», se dice. «A planchar hasta que me vaya». Saca la tabla y el cesto a la cocina y enchufa la plancha. Cuando está caliente, toma la primera prenda del cesto, una blusa de la niña.

—He comprado dos camisas, las he dejado encima de la cama para que las planches —le oye decir a la señora Vila desde el interior del piso—. También he comprado un libro para Alberto. Cuando venga del instituto se lo dices, lo dejo en la mesa del salón.

A medio planchar oye de nuevo la voz de señora Vila, sus tacones repiquetean por el pasillo:

—Fina, salgo otra vez. No te olvides de planchar las camisas nuevas.

Fina oye el ruido de la puerta al cerrarse. Ha cumplido los cincuenta y ocho, es recia sin ser corpulenta, tiene el pelo castaño corto y lleva gafas. Nunca ha sido guapa, lo que en su trabajo es una ventaja. Para limpiar se pone bata, hoy lleva una muy sufrida, a cuadros grises, con dos bolsillos a los lados. Termina con la blusa y va desganada al dormitorio. «No se me vayan a pasar las camisas», se dice. Las coge y al volver pasa por el salón. Es la habitación más grande del piso, con amplios ventanales y pocos muebles. Da sensación de espacio. Una mesa baja de cristal tiene huellas de dedos. «Le pasaré el abrillantador», piensa confiada. En la mesa redonda del comedor, junto a un búcaro con flores de tela, está el libro que ha comprado la señora Vila. Es grande y bien encuadernado, se titula Narraciones extraordinarias. Deja las camisas sobre una silla y lo hojea, tiene ilustraciones. «Qué gente tan fea, qué caras de funeral», piensa. Un papelito azul se escapa del libro y aterriza a sus pies. Lo recoge, no es el ticket de compra, hay algo escrito. Lo intenta leer pero no lo entiende. «Debe ser francés o inglés».

Suena el timbre de la puerta, dos toques. Se apresura en abrir, mientras se guarda el papelito en un bolsillo de la bata. Es el portero. Vestido con un guardapolvo azul, trae una caja para la señora. Está forrada con un papel en donde se repite la marca Marqués de Murrieta. La deja al comienzo del pasillo, donde le ha dicho Fina, cuando de pronto suena el teléfono fijo. Parado en medio del pasillo, el portero le dice con urgencia: «Ve a contestar». Fina lo despide, cierra la puerta del piso y consigue coger el teléfono antes que cese de sonar.

—Buenos días, le llamamos de Seguros Mundial. —Fina escucha una cuidada entonación.

—Buenos días, dígame.

—Quisiéramos hablar con el señor o la señora de la casa.

—Ahora no están. Soy la limpiadora.

—Entonces llamaremos más tarde. Adiós.

Cuelga. «Mejor me pongo a la faena», se dice laboriosa. Vuelve al salón a por las camisas para planchar. El sol entra intenso por los ventanales. El libro que ha comprado la señora Vila permanece en la mesa. Recuerda que con la llegada inesperada de la señora no ha marcado su libro. «Que la plancha espere un momento», se dice. Así que retorna a la habitación que hace de biblioteca y saca el libro que había comenzado a leer, apenas ha pasado de las primeras páginas. Necesita algo para marcar su lectura. Rebusca en los bolsillos, saca el papelito azul y lo usa como punto de libro. Lo devuelve a la estantería y delante pone un pequeño prisma de mármol oscuro con una plaquita que estaba en otro estante. De pronto, oye de nuevo la llave en la cerradura. «Se le habrá olvidao algo, ahora me pilla seguro», piensa alarmada. Escucha unos pasos, pero no son de tacones. «Qué raro, el señor no viene a estas horas». Espera unos segundos. Con una sensación inusual, mezcla de alivio y extrañeza, sale al pasillo y se dirige a la cocina. Al pasar por la puerta del salón, entrevé a un hombre de espaldas, junto a la mesa del comedor. Entra en el salón, y al oír sus pasos el desconocido se vuelve en una fracción de segundo. La encañona con una pistola que sostiene en la mano derecha, y se lleva el índice de la izquierda a los labios indicando silencio. Lleva gafas de sol, bajo la americana parece fuerte. Fina se estremece.

—¿Quién es usted?¿Qué quiere? —pregunta con voz alterada.

—Chssss —responde el hombre. Y en voz baja añade—: ¡Al suelo, al suelo! —a la vez que le hace señas para que se tumbe.

Obedece y se echa boca abajo. Los zapatos negros del desconocido aparecen frente a sus ojos, con el brillo de la piel nueva. Pero esa visión solo dura un instante, el hombre se mueve con rapidez. Primero le ata las manos a la espalda y después hace lo mismo con los tobillos. Se arrodilla a su lado y le dice al oído: «Te voy a tapar la boca; respira por la nariz». Asustada, Fina levanta la cabeza y la gira hacia él. Ve que empuña un cúter en la mano derecha y sostiene un rollo de esparadrapo ancho en la otra. La amordaza con decisión, asegurándose que deja libres los orificios de la nariz. Cansada de la tensión en el cuello, apoya la frente en el parquet. Respira y siente el aroma de una colonia masculina. Emite un débil quejido:

—Mmmmm…

—Chssss —susurra él, todavía agachado. Y añade con voz suave, endulzada por un meloso acento sudamericano—: Tranquila, respira por la nariz. Te encontrarán en unas horas, solo tienes que esperar.

Fina escucha como se incorpora, los pasos apresurados que se alejan y el ruido de la puerta del piso al cerrarse de golpe. El ambiente queda en silencio, interrumpido por los latidos de su corazón.

Al cabo de una eternidad, oye la puerta del piso y unos tacones que entran. A sus espaldas, escucha la voz de la señora Vila: «Fina, ¿qué te ha pasado?». Se arrodilla a su lado, le gira la cara y tira del esparadrapo que la amordaza. Ya sin impedimento, responde atropellada: «Un ladrón, que ha entrado con una pistola». Sigue barboteando explicaciones, mientras que la señora Vila se afana a tirones con las muñecas y los tobillos. Liberada, Fina se incorpora frotándose las muñecas. Mientras corre al aseo, escucha cómo la señora Vila llama a la policía. Cuando vuelve al salón, todavía sofocada, le cuenta a la señora todos los pormenores. Un cuarto de hora más tarde, se presentan dos agentes acompañados por el portero. La señora Vila les hace pasar al salón, donde Fina —ya más calmada— aguarda sentada en un sofá burdeos. Los policías se sientan en dos sillas frente a ella, mientras que el portero, vestido con su guardapolvo, se queda de pie cerca de la puerta. Comienzan a interrogarla.

—Descríbanos al sospechoso con toda la precisión que pueda. ¿Era alto o bajo? —le pregunta el uniformado que está al mando.

—Creo que era alto y fuerte —responde Fina.

—¿Cree o está segura? —inquiere el policía.

—No estoy segura.

—Fina, concéntrate. Tienes que darles todos los detalles —dice la señora Vila que se ha sentado a su lado en el sofá.

—Es que estoy muy nerviosa. Todo ha sido tan rápido.

—¿Rubio o moreno? —insiste el agente.

—No me acuerdo. Es que ha sido visto y no visto —responde Fina.

—¿Le vio la cara? ¿Podría identificarlo?

—Sí, pero no creo que pueda reconocerlo. Llevaba gafas de sol.

El uniformado mira a la señora Vila y hace una mueca de impotencia. El portero se acerca e interviene:

—Perdonen que interrumpa, pero yo sí recuerdo a un tipo que no conozco y podría ser el ladrón. Entró justo detrás de usted, dijo que iba al segundo primera —dice, dirigiéndose a la señora Vila. Y añade—: Era joven, alto, fuerte; llevaba gafas de sol, y vestía una americana clara y un pantalón oscuro.

—¿Sería capaz de identificarlo? —pregunta el policía.

—Quizá —responde el portero.

—¿Me acompaña a jefatura? Le enseñaríamos unas fotos.

—Por supuesto. Déjeme un minuto que cierre la portería.

—Bajo con usted —responde el uniformado.

En el ascensor continúan hablando:

—He oído muchas sirenas. ¿Es por el robo? —pregunta el portero.

—Dos calles más allá ha habido un tiroteo, por un incidente de tráfico. Un muerto, la gente está loca…

El portero garabatea una nota: «HA HABIDO UN ROBO, ESTOY EN LA COMISARÍA», y la pega en la puerta de su habitáculo. Cierra la puerta del edificio y se sube en el coche patrulla, ya no lleva el guardapolvo azul. Cuando el policía arranca, el portero le dice:

—¿Puede poner las luces?

—Bueno, estamos en medio de un caso. —Y activa las luces azules centelleantes.

Llegan a comisaria. Tras el visionado de las fotos, el policía acompaña al portero a la salida. En el exterior se encuentran con una grúa que transporta un deportivo de color negro. Tiene un fuerte golpe en la aleta izquierda, y la articulación de la rueda delantera del mismo lado está quebrada.

—Es uno de los coches del tiroteo. Del que huyó. Lo traen para buscar huellas —dice el policía.

—¡Es un Porsche 911! —exclama el portero con afán infantil.

El uniformado asiente con una sonrisa condescendiente, mientras que la grúa desaparece en el garaje de la comisaría.

—Muchas gracias por su colaboración —dice, tendiéndole la mano.

—Quedo a su disposición —responde el portero, estrechándola efusivamente.

El policía entra en el garaje, mientras que el portero se queda en la acera. Da unos pasos hacia la derecha, cruza la calle, después camina en sentido opuesto y vuelve al lugar de partida. Mira el acceso abierto y entra en el garaje. El Porsche negro está en el suelo con las puertas abiertas, un gato aguanta la parte delantera izquierda. Unos hombres con monos blancos lo inspeccionan. Al fondo, el policía habla con otro hombre de paisano. Al advertir la presencia del portero, que se encamina hacia él, hace un gesto de extrañeza. Cuando llega a su altura, el policía le dice en tono neutro:

—¿Qué quiere? Usted no puede entrar aquí.

—Estoy desorientado. ¿Dónde queda la parada de metro más próxima?

—Al salir a la derecha, todo recto. Hay una parada a tres calles.

El agente vuelve a su conversación y el portero retrocede hacia la salida. Pero en vez de ir en línea recta, camina acercándose al Porsche. Cuando llega a su altura, mete la cabeza en el coche. Inmediatamente, un hombre de blanco le grita:

—¡Salga de ahí!

Alertado por el revuelo, el uniformado se dirige rápido hacia él. El portero ya ha sacado la cabeza del coche y está rodeado por los hombres de blanco. Sonríe con una expresión de niño travieso y dice:

—¿Se han fijado? Huele a nuevo mezclado con colonia de hombre.

El policía llega al grupo y le coge del brazo. Le empuja hacia el exterior mientras le dice en tono cortante:

—Usted no puede estar aquí. Haga el favor de marcharse.

—Ya me voy, ya me voy —responde el portero sin oponer resistencia.

El agente le mantiene cogido del brazo y camina con él hasta la salida. Allí el portero sale a la acera, mientras que el uniformado cierra la puerta del garaje desde dentro. El portero se encamina hacia la parada de metro más cercana. Pasa delante de una cafetería, y cuando la ha sobrepasado se detiene. Consulta el reloj y entra en el café.

SINOPSIS – SEIS SEMANAS

Fina es una mujer de la limpieza que limpia cada día laborable un piso distinto, salvo los martes y los viernes que va al mismo piso. La secuencia de pisos a limpiar se repite cada semana. La novela se desarrolla durante seis semanas consecutivas, de ahí el título.

Una peculiaridad de Fina es que lee —durante sus horas de trabajo— libros que encuentra en los pisos que limpia. Esa actividad secreta no solo le permite agrandar su visión del mundo sino también conocer aspectos de los habitantes de cada piso.

Espectadora involuntaria de un robo en uno de los pisos, su consejero Vicente le ayuda y le da confianza para enfrentarse a sus miedos. Aparecen nuevos sucesos que ponen en cuestión sus convicciones: descubre la homosexualidad de un hijo de una familia al que está muy unida —ella, que es tan homófoba—, o las aparentes relaciones extramatrimoniales entre dos de sus patronos. Ante esos sucesos, Fina es capaz de evolucionar y de rehacerse interiormente. Este “entrenamiento emocional” le permite enfrentarse sola a la última y severa prueba de este corto periodo: un asesinato.

Con la ayuda de Vicente, un juicioso funcionario jubilado, y de Aurora, una amiga un poco tronada, Fina evoluciona bajo la influencia de sus experiencias, sus lecturas y sus emociones. Todo ello, aderezado con las opiniones que le merecen sus patronos, y con el telón de fondo de las tareas de una mujer de la limpieza.

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