Capítulo 1.

Cuando llueve sobre un ciprés. Sábado

El reloj marca las cuatro y media de una madrugada torpe y miserable. El silencio absoluto no impide que me despierte. He soñado que era de hielo y que lograba fundirme. Ya no puedo dormir; enciendo la luz porque así a la tristeza le cuesta más herirme; me quedo tumbado en la cama con el techo como horizonte y me inspiro en él para recrear mi sueño.

Estaba sólo en medio de una pradera en la que había un ciprés; el sol estaba bajo, el invierno en lo más alto y la nieve caía sobre mí desde la copa. Buscaba los rayos de luz pero no pude conseguir escapar de la sombra del árbol; el sol se cansó de esperarme y la noche me convirtió en un bloque perfecto de hielo inmóvil. Después sentí el calor de unas manos que me elevaban por encima de la última rama, donde aún era de día. Mi abuela, no sé desde donde, había venido a ayudarme. Y nos acercamos al sol. Yo era cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un minúsculo trozo que ella aún sostenía en su mano derecha. Momentos después desaparecí. Y mientras tanto llovió sobre el ciprés.

Pienso que los finales trágicos son los únicos posibles. La muerte, parece que puede acabar bien cualquier historia; en ella siempre hay algo de esperanza por seguir adelante con la vida. Una muerte en el momento menos esperado es de un impacto emocional que ya quisieran poder provocar los políticos antes de las elecciones. Sin embargo hace falta imaginación para hacer arte con la muerte ya que sino, los que mueren lo habrán hecho en vano.

Por eso las dos amigas del alma, deciden que vivir es mejor que resignarse; se paran y cuando aceleran hacia el fondo del abismo, nos hacen comprender que, a veces, una muerte vale más que una vida.

Me levanto convencido de que me han liberado del compromiso de sufrir eternamente.

Hacer el equipaje es una tarea complicada y desalentadora porque desde el primer momento estamos seguros de que algo se nos va a olvidar y por eso al final se nos olvida. Una maleta vacía produce un efecto tan desolador que es capaz de hacernos cambiar de idea sobre el viaje, por muy importante que éste sea. Sin embargo cuando no tienes intención de volver, la maleta se vuelve sugerente y atractiva hasta el punto de que todo lo que necesitas llevar, cae dentro atraído por ella; después lo único que debes hacer es cerrarla y empezar a caminar. A las seis de la mañana estoy cargando el maletero del coche. Consigo arrancarlo al tercer intento, algo que es lógico e incluso natural debido a la unión de la vejez y el invierno.

Acelero, tomando la precaución de no arrollar los charcos de lluvia tranquila, que ya ha dejado de caer y ahora está caída, desperdigada y reunida en grupos tan irregulares como el asfalto que la acoge; sin embargo un funcionario municipal al servicio de la limpieza, me grita, seguramente un insulto, después de que un remanso de agua cercana le declare la guerra instigado por mi falta de pericia.

Sigo carreteras desconocidas que tal vez me lleven donde quiero ir; siento que para escapar hay que tener presente que lo importante es no saber cual es el destino. Aún así he de admitir que necesito al menos una referencia. Dirección norte-sur; sentido sur.

Llevo cuatro horas conduciendo sin parar y empiezo a sentir deseos inaplazables de repostar. Debo prestar atención a las señales, esperando una que me grite que a mil metros hay una estación de servicio y además un restaurante. Sin embargo, no hay señal de ellas; diez minutos más tarde, y sin previa indicación, aparece lo que busco. Cuando bajo del coche miro alrededor y veo que estoy encima de una zona que parece elevada sobre el nivel del mal y puede que también del bien; me acerco a un mirador que lucha por no caer hacia un abismo formado por barrancos que descienden juntos hasta una llanura verde que los espera. Por algunos de ellos el agua salta e incluso retrocede, supongo que por miedo a estrellarse; y al final se estrella, en un río oscuro al que no parece importarle que lo perturben. El aire se mueve con lentitudpero llega a las montañas que hay más allá de la pradera. Por encima, las nubes avanzan al ritmo que el viento les marca. La docilidad de las nubes es sorprendente, jamás se rebelan contra la corriente que las lleva; sólo de vez en cuando sereúnen para manifestar su oposición gritando brevemente, de forma ensordecedora y tal vez lanzando andanadas de balas tranquilas. Cuando lo hacen ven que corremos a escondernos y nadie mira hacia el cielo con el fin de prestarles una mínima atención. Supongo que pensarán que somos políticos huyendo de la verdad, lo cual explica porque parecen tan resignadas. De pronto estas nubes empiezan a arrojar sobre mí toda su desesperación y yo decido que al menos no voy a salir huyendo como un cobarde más. Miro hacia arriba sin importarme que el agua caiga sobre mí como un reproche y veo que las nubes se paran y se sienten escuchadas; entonces, vienen todas sobre mí y se ordenan para darme las gracias y va tomando forma el milagro de ojos verdes y pelo blanco, tan bella como en el mejor de mis recuerdos. Ha dejado de llover y ahora el que llueve, soy yo.

Mojado y triste, me dirijo al restaurante esperando poder secarme y sin deseos de encontrar ni una sola alegría. Cuando entro, veo frente a mí una barra gris que va de pared a pared y a un hombre mayor apoyado en ella; está de espaldas y ni siquiera por curiosidad se gira para ver quien ha entrado. Me acerco esperando que el ruido de la puerta al cerrarse evite que tenga que llamar para que me atiendan; sin embargo no ocurre lo esperado y sí lo contrario. Pruebo con un saludo de buenos días que lanzo al aire, pero que se pierde para siempre sin que haya servido de nada. El viejo no responde; me imagino que no sabe lo que es la educación o tal vez sea sordo y además mudo. Me sitúo a su izquierda; ahora con seguridad me ha visto; sin embargo tampoco hace ningún movimiento por mostrarse humano, lo que me hace pensar que tal vez sea también ciego. Veo que tiene un café frente a él y en su mano de viejo ciego y sordomudo hay una cuchara con la que da vueltas de forma rítmica y sostenida. Mientras mirohipnotizado, aparece una mujer, joven y sonriente, que me pregunta qué quiero, como si me conociera de toda la vida. Le pido una cerveza mientras el viejo me sobresalta con un gruñido.

El café está frío.

La mujer sin perder la sonrisa le da un calentón. Pero el viejo no es de los que se rinde con facilidad.

Está muy caliente.

La mujer le pone un resfriado. Sin embargo su aspecto de viejo oculta a alguien dispuesto a no desfallecer.

Se ha quedado frío.

La mujer joven y sonriente se está convirtiendo en señora madura y huraña porque empieza a perder la paciencia, algo que le puede pasar a cualquiera que no logre servir un café en su punto. Creo que si el viejo no se decide pronto con la temperatura, la mujer se convertirá en una anciana y tal vez muera encima de la barra. Tras la tercera y, en este caso, ardiente intervención, el viejo le da el primer sorbo y la mujer espera mientras yo la miro por si tengo que animarla. Parece que ha habido éxito y por eso la señora madura empieza a recuperar la juventud aunque todavía no la sonrisa, como medida precautoria. El viejo prueba de nuevo y entonces la mujer sonríe complacida a causa de su triunfo, costoso pero bien trabajado. Para sacar a la joven, que ahora parece casi una niña, de su estado de éxtasis, le recuerdo que tenemos pendiente una cerveza que todavía ha de servirme; lo hago ignorando su sonrisa ya que no tengo ánimos para aceptar que alguien se olvide de atenderme, con el único pretexto de que es feliz. Aún así le cuesta reaccionar y sin embargo yo, espero con una paciencia notable.

Dicen que lo mejor es contar hasta diez para que el primer guantazo no salga de la mano o el primer insulto se quede enredado entre los dientes.

Si todo el mundo hiciera lo mismo no habría tanta violencia. Es cuestión de educación y no hablo sólo de buenos modales, hablo de que los niños deben ir al colegio hasta que aprendan a contar, preferiblemente hasta quince ya que según el carácter de cada uno, diez puede que no sea suficiente.

Ahora, siento que estoy en mi derecho de darle un tortazo a la camarera si no me sirve pronto y aunque sé contar hasta más allá de ochocientos, renuncio a esta herramienta y me propongo ser capaz de todo si tengo una buena excusa. Lástima que la de la barra sea mujer porque mi padre me enseñó que no se debe violentar a una dama, incluso aunque sólo, sin serlo, lo parezca.

Cuando ya he perdido la esperanza, surge una cerveza en mi mano; y con ella desaparece una buena excusa o tal vez una mala idea.

Dejo al viejo apoyado en la barra y me acerco a una de las mesas al lado de una ventana, desde la que puedo ver el páramo que no transmite ni alegría ni tristeza. El anciano ha pasado a la ginebra, una transición lógica si tenemos en cuenta la mala experiencia con el café. La mujer sabe que la ginebra no da problemas y agradece la decisión, como no, sonriendo.

El viejo, con su copa en la mano, se dirige a una máquina de discos que hay en la pared de la derecha; deja encima su ginebra para buscar algo en sus bolsillos y saca una mano firme, que lucha por acertar con la moneda en la ranura temblorosa. El sonido de la música apenas empieza a llegar hasta mí cuando ya veo al viejo avanzando al ritmo de la canción y marcando con sus pies una danza que es exactamente la que suena. Con un gesto de su brazo extendido consigue que la mujer salga de detrás de la barra y se una al baile que empieza a animar incluso al silencio. La dama se aferra con fuerza al vagabundo y comienzan a dar vueltas al son de las notas que les hacen girar a izquierdas, a derechas o deslizarse en línea recta con una agilidad que me recuerda que yo nunca he conseguido aprender a bailar, ni bien ni mal.

La máquina de música para de forma brusca, me imagino que motivada por el chantaje, en busca de más monedas. Los dos dejan de bailar en el mismo instante; algo que denota que su sincronía va más allá de los giros y el movimiento preciso de pies. De pronto, el viejo besa a la mujer en el momento exacto en que ésta hace lo mismo con él; y comienzan de nuevo a bailar, sin música pero con bastante acierto.

Cuando se separan lo hacen como si nada hubiese pasado; el viejo vuelve delante de la barra y la mujer detrás. Él pide otro café. Tengo la paciencia suficiente para poder vivir de nuevo la misma situación: el inconformismo del viejo con la temperatura ideal, el ir y venir de la edad de la señora y por último la ginebra, el baile y el beso.

Aunque tenía hambre, el lugar y esta pareja me la han robado de la forma más sutil que me pudiera haber imaginado. De modo que como no tengo el arrojo suficiente para pedir un bocadillo de queso, decido ir a la gasolinera a repostar y seguir mi camino aguantando hasta que encuentre un lugar donde no se me olvide por nada del mundo, que me comería la vaca de la que sale la leche con la que se hace el queso del bocadillo que no he podido comer aquí, tan sólo porque se me ha olvidado voluntariamente que quería hacerlo.

Después de llenar el depósito con el combustible que utilizan los que quieren alejarse tanto como puedan, el chaval de la gasolinera me explica en voz baja cuál es la causa de la expresión de asombro que debe saltar a la vista desde todos los ángulos desde donde se pueda mirar mi cara. A los que huyen hay que contarles porqué, ya que sino seremos cómplices del vagar por el mundo de un hombre que mira a sus espaldas a cada paso, pensando que hay una causa para ello pero sin saber cuál es.

Por eso me lo cuenta: una joven pareja se hizo cargo del restaurante en el que acabo de sobrevivir. El hombre atendía a la clientela en la barra mientras ella se encargaba de la cocina. Un día, que llovió porque unas cuantas nubes decidieron que había que protestar, un viajero sin equipaje entró en el bar y, mientras chorreaba agua limpia aunque bastante triste, pidió un café. El camarero se lo sirvió con las mejores artes de que fue capaz; sin embargo al viajero le pareció que estaba frío por lo que el hombre le añadió calor. Al viajero le pareció que se había quedado caliente por lo que el hombre tuvo que añadir frío. Tras demasiados intentos no logró convencer al cliente y el hombre fue envejeciendo, entre leches calientes y frías, con lo cual perdió reflejos y confianza en sí mismo lo que propició que en el último intento lo abandonase el equilibrio y cayera dentro del café que, como podrán imaginar, tras añadir tantas leches había alcanzado tal tamaño que hubo de ser servido en un bañera. Gracias a que el hombre era un nadador experto logró salir a flote aunque escaldado. El baño inesperado, en el café candente, anuló para siempre la posibilidad de que el camarero recuperase su juventud aunque logró, por un lado, reducir la temperatura del café y dejarlo a gusto del viajero y por otro provocó que el proceso de envejecimiento se detuviera.

Según el chico, el anciano que he visto en el bar es el marido de la mujer joven; él intenta conseguir que ella envejezca para estar a su altura y por eso repite indefinidamente lo del café caliente, café frío, intentando reproducir, lo que aquel desconocido, hace tres años, consiguió con tan sólo una visita; sin embargo su mujer, no se sabe si por casualidad o intencionadamente, ha dado con el punto de temperatura antes de que el tiempo pusiese la muerte al alcance de su mano. Por otro lado, el viejo alterna el café con ginebra para descansar, con un baile para animarse y con un beso para recordarle a su mujer que todavía la quiere, aunque ésta sea aún joven y hermosa.

Cuando el chaval acaba la historia me tiende su mano abierta y le pongo en ella un billete de diez rezando porque no le parezca ni frío ni caliente.

Monto de nuevo en mi coche y cabalgo sobre los baches de esta carretera, que consiguen que me mantenga despierto y alerta para seguir rumbo al sur. Viene a mi mente esa expresión que he oído tantas veces: perder el norte. Cuando uno pierde el norte, se dice que va sin dirección por la vida; a la deriva. Yo, he decidido olvidarme de él y ahora estoy seguro de que mi vida tiene por fin sentido.

Llego a un restaurante en el que no hay gasolinera, algo que siempre es garantía de que al menos puede ser posible comer sin tener que vomitar antes del primer bocado. El bar está lleno de personas que parecen camioneros porque los vehículos que hay aparcados fuera parecen camiones. La camarera debe emplear todo su talento para zafarse de infinidad de manos que por detrás, salen a su encuentro. Viene a mi mesa y le pido huevos con patatas fritas y agua. Cuando se aleja, miro hipnotizado como se mueve y entonces pienso, porque siento, que se me ha olvidado pedirle también una salchicha. Pero ya es tarde; en un sitio así si te equivocas ya no hay vuelta atrás, de modo que al rato tengo mis huevos, mis patatas y nada más. Tras el exitoso olvido pienso que tal vez un té sea una buena elección; sin embargo medito durante un buen rato si quiero pedir algo con que acompañarlo o por el contrario lo voy a tomar solo. Para compensar el error anterior decido tomar un trozo de pastel de manzana. Cuando llegan el té y el pastel sé, sólo con ver el color de éste, que me he vuelto a equivocar, lo cual hace que me sienta mejor pensando que tal vez si hubiese pedido la salchicha no hubiera podido comer los huevos y las patatas con el placer con que lo he hecho. Y entonces pienso en lo útil que es el error cuando sirve para que tengamos la seguridad de que tal vez acertamos cuando probablemente nos hubiésemos equivocado.

Salgo del bar y antes de incorporarme a la carretera veo a una mujer haciendo autostop. Decido parar por dos motivos; el primero, que nunca he recogido a nadie y estoy dispuesto a probarlo todo; el segundo, porque tal vez tenga tiempo de enamorarme si se da la circunstancia de que vaya tan lejos como yo necesite para enamorarla a su vez.

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SINOPSIS

La obra, narra la búsqueda de un joven que no sabe muy bien qué buscar, ni dónde buscarlo. Sin embargo, la determinación por encontrarlo, hace que decida dejarlo todo y probar si la vida, le depara algo mejor, … o no.

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