BURKA Y TACONAZO (provisional)

BURKA Y TACONAZO (provisional)

EL ATAQUE

Blanca sintió el ataque en la oscuridad. Y la rabia y la impotencia otra vez. Sabía que eran más de uno, quizás tres o cuatro. A la izquierda. A la derecha. Arriba. Abajo. El brazo, la rodilla, la cara. Negritud total. Ahora no podía hacer nada; tratar de defenderse a ciegas; nada; sólo dar manotazos en la maldita habitación sin luz. Sin ventilador; un horno; una trampa. Dejarse hacer; oler la sangre en sus dedos; rendirse. Esperar a la luz del día –bañada en sudor pegajoso– para la venganza.

¡Ajá!, y ahí está Blanca, ahora por la mañana, sentada en el porche fumándose un cigarrillo, palpándose las sienes y las ojeras de la mala noche. Destila rabia y ansias de revancha en cada uno de sus gestos; pronto volverá al dormitorio y cogerá el calzoncillo, lo sé. Pero Blanca sonríe cuando me ve observándola a cierta distancia, siempre lo hace. Tengo poder sobre ella, sobre sus iras y decepciones. En realidad tengo muchos poderes, por eso le leo el pensamiento. La conozco bien; mirarme a los ojos y hablar conmigo la tranquiliza, aunque piense que no la entiendo, porque es extranjera, de la tribu de los blancos, y porque es mayor. Los mayores siempre creen que no los entendemos. Hola enana, me dice, pero yo no soy pequeña, ya casi alcanzo el tamaño de mis padres, los seguritas del compound, la casa, y soy tan buena guardiana como ellos, como mi madre, que es la más aguerrida y eficiente en el cargo. Mi madre es blanca, una blanca fuerte y corpulenta, una blanca africana, pero no como Blanca, que presume de haberse criado aquí y ni siquiera recuerda el wolof, su primera lengua allá en Banjul, y apenas chapurrea el madinka de nuestro barrio, Bakau; no, mi madre es africana de verdad; aunque blanca como los white moors de Mauritania, algunos de los cuales regentan las local shops del país; o más blanca aún, quizás albina, porque en nuestra tribu no es nada común tener ese color tan inmaculado. Yo no, yo soy cremita, más clara que mi padre, que es café‑con‑leche como los fula, pero más oscura que mamá. Aunque algún día tendré hijos albinos como ella, lo presiento, y quiero tener muchos muchos hijos. A ser posible con papá, que es el segurita más guapo de todo Bakau, de toda Gambia, de todo el mundo. Cuando me acuesto cerca de él se me calienta el centrito de las piernas y siento que quiero tener todos los hijos del mundo con él, por eso sé que ya no soy pequeña, porque se me calienta el centrito y quiero salir a la calle a conocer el mundo y tener muchos novios diferentes, de todos los colores. Pero los tontos de Blanca y Blacka no me dejan, insisten en que soy pequeña.

Blanca no se llama Blanca, y Blacka –que es un mandinko negro retinto tirando a rojizo–, claro, tampoco, pero yo les llamo así por sus colores, Blanquita y Blacky, como la nata y el chocolate, la manteca de karité y el betún, fresno y ébano, perla y jade. Igual que ellos eligieron nombre para mí: Victoria; porque sobreviví a mis hermanos. Un nombre muy europeo, en el español de Blanca, que fue quien lo decidió. Ellos siempre lo deciden todo. Todo, todo; dónde tenemos que dormir cuando nos mudamos de casa; qué podemos comer; cuándo podemos salir; cuándo podemos acompañarlos a algún sitio y cuándo no; qué medicinas debemos tomar… No es que seamos sus esclavos, pero obedecemos. Como obedecen sus trabajadores en el bar de la playa. Cuando ellos están delante, eso sí, que lo sé yo de buena tinta. Cuando me dejan salir y pasar el día en el chiringuito, observo en silencio y a cierta distancia cómo, en su ausencia, desobedecen y tratan de entablar amistad con los clientes, darles masajes, conseguir propinas… O se echan a dormir en cualquier parte sin importarles la imagen que Blanca dice no deben dar ante los turistas… O comen cosas de la cocina o venden bebidas que no apuntan en la minuta. Lo he visto con mis propios ojos. Con estos ojitos preciosos que Dios me ha dado. Juraíto por Dios. Billahi Wallahi Tallahi!

Bakary, el hombre del mango, tampoco es un esclavo, pero también obedece. Está atado a la familia de Omar desde tiempos inmemoriales, desde los tiempos de la esclavitud, pero no de la esclavitud mala de guerras y tráfico de seres humanos hacia las Américas, sino de la otra esclavitud, la doméstica, por la que unas familias servían y quedaban al cuidado de otras más importantes. Así fue como la familia de Bakary quedó vinculada a la de Omar allá en Basse y, aunque Bakary es un hombre libre y puede ir a donde le dé la gana, cuando Omar se mudó a la ciudad y construyó una modesta Guest House aquí en Bakau, al poco tiempo Bakary se sintió en el derecho de plantarse aquí también para hacerse cargo de los recados a cambio de una habitación y comida; se lo debía; no iba a quedarse él solo allá en la aldea; si Omar venía a la ciudad, Bakary venía a la ciudad, faltaría más… A Blanca también se le han plantado algunos trabajadores por sorpresa; un jardinero que encontró una mañana temprano faenando en el restaurante y que se quedó con ellos; un guardián que pasó una noche aposentado a la puerta del compound para hacer la ronda…, ella, ¡menos mal!, dijo que no lo había contratado nadie y lo despidió explicándole que ya tenía vigilantes… Omar, sin embargo, no pudo decirle eso a Bakary, así que le dejó un cuartucho en el back –por cuyo techo cuela el agua de lluvia a torrentes– y le asignó los recados; Bakary vete a por té verde y azúcar; Bakary vete al mercado a por bonga fish; Bakary vete a por tapalapa y dos dalasis de mantequilla; Bakary pídele al vecino dos limones; Bakary prepara el attaya con el té que compraste; Bakary vete a por carbón; Bakary enciende la leña; Bakary limpia el jardín; Bakary súbete al mango de dentro y coge los frutos más encarnados, aquellos de allá arriba; Bakary súbete al mango de afuera y coge los que los niños aflojaron a pedradas… I baa bea! I baa bea! ¡El coño de tu madre! ¡Al mango de afuera no! ¡Al mango de afuera no me subo! I baa bea! I baa bea! ¡No soy tu esclavo! ¡Tú lo que quieres es que me coman los diablos!

I baa bea! I baa bea! –lo escuchamos claramente Blanquita y yo ahora mismo en mitad de la calle.

Pero tan pronto como estiramos las orejas para oír lo que está pasando, la algarabía de mis padres acalla los gritos de fuera. Blanca no sabe a qué prestar su atención primero, si a la pelea de mis padres por el sótano o a la de Bakary con los diablos del mango. Lo sabemos, sabemos que se trata de eso, siempre que grita así en mitad del pequeño descampado de enfrente donde está el enorme mango centenario es que anda acusando a los diablos de haberle robado sus diamantes. El sótano que construyó mi madre en una sola tarde es demasiado pequeño y ahora los dos, mi padre y mi madre, quieren guarecerse al fresquito ahí debajo, porque el cuarto que nos acondicionaron Blacka y Blanca en el garaje es demasiado caluroso. Yo ni siquiera lo intento, porque sé que me echarán de malas maneras; prefiero estar aquí en el jardín y observar lo que hace Blanquita, me gusta mirarla y estar cerca de ella, aunque no me deja entrar a la casa, sólo aquí, cuando se sienta a fumar o tomarse un café o un té. Resopla malhumorada, da un grito a mis padres para que se callen y dice que se van a enterar cuando llegue Seedy de comprarse el tapalapa con judías caupí. Todos le tenemos respeto a Blacka –al que ella siempre llama Seedy–, porque nos habla con dureza, nos da órdenes y no sonríe ni conversa con nosotros como ella. Pero ahora no está, ha ido a comprarse el bocadillo del desayuno. Mis padres siguen peleando sin hacerle el menor caso, ella vuelve a gritarles y se dirige a la tapia. Mira por los agujeros en forma de rombos de la parte superior. Yo la sigo.

I baa bea! I baa bea! –sigue aullando Bakary hacia la frondosa copa del mango. Luego mira su mano, los boliches de vidrio que hay en su mano, y los cuenta–: Kiliƞ, fula, saba, naani –uno, dos, tres, cuatro… y sigue hasta más de diez–. I baa bea! I baa bea! Al ye í suuñaa le! Al ye í suuñaa le!

Guarda las canicas en el bolsillo. Se agarra la cabeza con las dos manos y pasea bajo el mango desesperado. Í ye suuñaaroo ke la n ye! Í ye suuñaaroo ke la n ye! ¡Me robaron! ¡Me robaron! Algunas personas tratan de calmarlo y otras simplemente se ríen, aunque le siguen la corriente mientras él explica que los diablos celosos han hecho desaparecer parte de los diamantes que guardaba para una operación de venta importante que tiene esta tarde.

Blanca observa por el agujero romboidal un rato, luego sacude la cabeza mientras mis padres siguen gritando y se vuelve hacia la casa exclamando en voz alta:

–¡No me extraña que acabemos todos locos! Si es que esto es una tortura, joder. Acabaremos mordiéndonos unos a otros, y sacándonos los ojos, las entrañas.

Se refiere a lo de la luz, que según ella acaba con la paciencia de cualquiera. Nosotros estamos acostumbrados; cuando NAWEC corta el suministro la gente saca sus sillas y se sienta en los patios o en la calle a la sombra de los árboles en agradable tertulia, o incluso extienden sus esterillas en el exterior y duermen plácidamente hasta que vuelven a conectar la electricidad. Blanca se sienta a veces fuera con los vecinos, le gusta escuchar sus historias, pero se pone muy nerviosa si la luz se apaga de repente cuando está escuchando música, usando la lavadora, la plancha o el secador de pelo, y, sobre todo, la computadora. Blanca pasa muchas horas delante de ese chisme negro al que habla –riñe o mima– constantemente, y luego, por las noches, lo envuelve en toallas y lo pone muy bien colocadito dentro del ropero por si cuela el agua de la lluvia por el techo. Le tiene absorbida la atención el muy tonto; ¡debería partirlo un rayo como al otro azul que tenía antes! Yo me alegré, porque así pasaba más tiempo en el porche o en la hamaca hablando conmigo y dejándome leerle el pensamiento, pero desde que trajo éste, y cuando no está en el chiringuito de la playa, anda siempre pendiente de él, en especial si hay tormenta; ¡tonto, más que tonto! La otra tarde pasó así; estaba encerrada en el cuarto que ha dispuesto todo entero para el chisme negro y sus libros cuando se cortó la corriente de golpe, entonces empezó a maldecir, que se cagaba en Satanás, en sus pompas y en sus obras, en África, en Gambia, en la Naturaleza, en NAWEC y en todos los generadores del mundo… Y es que el problema de la electricidad empeora siempre en verano, la época de lluvias, pero para colmo este año las tormentas han arrasado varios generadores de la compañía y los cortes se convierten en un martirio para mucha gente. Y Blanca está de los nervios. En la tele dicen que tardarán quince días en arreglarlo, pero ella no se lo cree, ella no se cree casi nada de lo que dice el único canal de la tele, el del gobierno… ¡Me cago en Satanás! ¡Perros! ¡Cabrones!, gritaba fuera de sí. Desconectó y guardó el chisme negro en el armario, se duchó, se ahumó los ojos con lápiz oscuro a la última claridad del día, se vistió limpiándose los chorrillos de sudor que volvían a caerle por la frente, la nariz, la espalda… y salió desbocada a la calle. Los vecinos la saludaban y le sonreían, y ella gruñía para sus adentros: «¿Cómo pueden estar tan tranquilos, joder?», y al llegar a la rotonda que va y se cruza con una camioneta de NAWEC, Billahi Wallahi Tallahi!… Los que iban sentados atrás –en la caja de carga descubierta y junto a la larga escalera portátil– la saludaron risueños: «Hi, how are you? How is the evening?». How is the evening?!, gritó ella, …you ask me how is the evening?! ¿Ustedes me lo preguntan? Y añadió en español con grandes aspavientos: «¡Vayan a arreglar lo que han roto en vez de andar por ahí paseando y mirando a las mujeres, carajo!». Si llegan a ser de la policía secreta, de esos que se camuflan en coches de la National Water and Electricity Company para hacer la ronda, quizás se habrían bajado a pedirle la documentación para darse importancia, pero no, éstos se rieron sorprendidos por su agresividad y siguieron su camino; debía de ser una de esas tubaaboolu locas que andaban por Gambia en busca de sexo fácil. Blanca les hizo un corte de mangas antes de doblar la esquina y tomar por Atlantic Road. Pero al llegar al cruce del Fishing Point, el muellito pesquero, ya se estaba peleando otra vez, entonces con un muchacho que se bajaba en la última parada de los microbuses locales y que trató de entablar conversación con ella suponiendo que era una turista cualquiera, una tubaab, y no una vecina blanca del barrio. Caapa ndey! You fucking racist…, el coño de tu madre, farfulló entre dientes en wolof cuando él no quiso creer que se había criado en Banjul y le contestó que los blancos no podían ser de Banjul. Leave me alone!, le ordenó a gritos apuntándole con el dedo tieso y apurando el paso. Al pasar frente al mercado sí fue capaz de saludar sonriente a las vendedoras y vendedores habituales antes de entrar por fin, sola y tranquila, al bar Kumba´s, donde pidió una cerveza fría y trató de relajarse. Le molestaba mucho que no la creyeran cuando decía que era de Banjul, porque Blanca, que tiene casi la misma edad que la Gambia independiente, era sólo un bebé cuando la trajeron, y aún no había cumplido el año cuando fue testigo de aquel momento histórico en que Gambia se independizó de Gran Bretaña en febrero de 1965; seguramente la testiga blanca más pequeñita de Bathurst, la entonces capital del país (renombrada Banjul en 1973, cuando ya la nación se había constituido en república tres años antes con Sir Dawda Jawara como presidente). Desde las ventanas de su casa, justo enfrente de McCarthy Square, los reporteros extranjeros sacaban fotos de los desfiles y celebraciones. Su tío y su padre bajaron a la plaza a festejarlo con los primos y los amigos. Todavía los viejos la escuchan con interés cuando les cuenta la historia, y algunos incluso recuerdan a aquella estrambótica familia de blancos en Bathurst: las dos hermanas canarias que se habían establecido por los años veinte junto a sus maridos extranjeros, judío norteafricano el uno y musulmán libanés el otro; los hijos e hijas nacidos entre Dakar, Las Palmas de Gran Canaria y la propia Bathurst, judeocristianos unos y cristiano-musulmanes los otros, si es que tal mescolanza podía explicarse; y los nietos y nietas todos mixturados, Blanca y su hermana mayor, Salomé, las dos únicas niñas en medio de un divertido rancho de varones medio libaneses, sus primos… Pero los más jóvenes no recuerdan los tiempos de la colonia ni a los ingleses que vivían aquí entonces, mucho menos a aquella familia medio española que residía por McCarthy Square, ahora –después del golpe militar de Yahya Jammeh en 1994–, denominada 22nd July Square. Y a Blanca le da mucha rabia cuando la miran a su piel de nata y le sonríen con incredulidad, y algunas veces hasta con descarado sarcasmo; es cuando piensa: «¡Machango racista!, que tú no hubieras nacido no significa que no sea verdad…». «O a lo mejor es que me estoy haciendo vieja y ya nadie se acuerda…».

«Sí, debo de estar haciéndome mayor casi sin darme cuenta… Mira que cumplir los cuarenta y cinco me ha vuelto gruñona…», pensaba en el Kumba´s mientras sorbía su JulBrew, la cerveza local.

I’m getting crazy with this electricity problem! –les dijo a Musa y Famara, dos chicos del barrio incondicionales del bar, cuando vinieron a sentarse con ella a la mesa del rincón de la terraza, la «suya».

I’m getting crazy with this electricity problem! –le dijo a Awa, la camarera, cuando se les unió.

SINOPSIS

La voz infantil de la narradora, Victoria, nos irá contando las vicisitudes de la vida cotidiana de Blanca y Blacka en el humilde pueblo costero donde viven: Bakau (The Gambia).

Blanca y Blacka son una pareja mixta (él negro mandinka y ella una blanca hispanogambiana) que regentan un restaurante en la playa y que se enfrentan a la crisis, la corrupción, las envidias, la brujería y la dureza de sobrevivir en un país bajo el aterrador dominio del excéntrico y cuasi demente dictador Yahya Jammeh, curandero mayor del feudo… Él, musulmán, resiste a base de rezos y jujus. Ella, escritora, a base de cervezas y tertulias de blancos por los bares del pueblo.

Blanquita y Blacky no se llaman Blanca y Blacka; es Victoria, testigo sigilosa de los acontecimientos, quien –con cierto aire de revancha– los ha apodado así. Y será ella, criatura mágica y omnisciente, quien, con ternura e inocencia, nos vaya desvelando la trama. Pero Victoria tampoco es lo que parece. Victoria guarda un secreto; un secreto que cada lector descubrirá a su propio tiempo.

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