El molino de Guérande

El molino de Guérande

Capítulo 1 – Les jours tristes

«Qué mejor comienzo de un viaje», se dijo Lucía mientras se mordía la uña, «que un accidente de tráfico».

No habían avanzado ni cinco kilómetros. Y eso que, al principio, todo pintaba bien. Era una mañana mediterránea de principios de julio, luminosa y cálida; todos los compañeros de viaje habían llegado al lugar acordado con puntualidad. Sólo eran tres: el conductor, un joven de su edad, y ella misma. Los tres estaban despiertos y con ganas de charlar; tenían muchas horas de carretera por delante. Entonces ocurrió. El conductor —un hombre amable y tranquilo, dadas las circunstancias— había parado a repostar en una gasolinera a las afueras de Barcelona. En la salida, mientras esperaban para incorporarse a la carretera, un camión se colocó a su izquierda, no los vio —o creó la fantasía de que no existían—y, al adelantarse, se llevó por delante un retrovisor y buena parte del parachoques. Dentro, apenas notaron una sacudida, pero el coche quedó hecho una pena.

Fue una suerte que los tres mantuvieran la calma.

— Con viajeros más quejicas —dijo Alan, el otro pasajero— esto habría sido un suplicio.

Lucía asintió. Había compartido muchos viajes y, de vez en cuando, se encontraba con el prototipo de individuo inaguantable cuya única preocupación vital parecía ser señalar todo lo que no le gustaba —aire acondicionado, calor, frío, olor, textura de los sillones, comer, no poder comer, fumar, no fumar, parar, no parar…— y amargar la existencia a los demás pasajeros. «El típico tocapelotas», resumió para sí. Por suerte, ninguno de ellos daba la pinta.

Joan, el pobre conductor, se llevó la peor parte. Antes de salir les pidió disculpas de todas las formas posibles, les preguntó si les podía pagar un taxi, un vuelo o lo que hiciera falta.

— No te preocupes, hombre. No ha sido culpa tuya.

— Sal a hablar con él —sugirió Lucía— y haz fotos, por si se te escapa.

Aunque el camionero tenía las de perder, Joan se empeñó en resolver el asunto con un parte amistoso. No fue fácil al descubrir que apenas hablaba español, tenía los ojos rojos y vociferaba sin parar, alegando que se habían metido allí a propósito y esa era la explicación. Mientras tanto, Lucía y Alan escuchaban desde el interior del coche, sin saber muy bien qué hacer.

— Nunca había tenido un accidente compartiendo viajes —admitió él.

— Yo tampoco.

— Se supone que tenemos un seguro, ¿no? Para eso pagamos la comisión.

Buscaron las condiciones del seguro en la página web y, efectivamente, la empresa se comprometía a ofrecer una alternativa en caso de accidente.

— Deberíamos llamar.

Encontrar un maldito teléfono para hablar con la compañía les costó media hora. Cuando sortearon las voces grabadas y las músicas de espera, treinta minutos después, el tipo de atención al cliente les comunicó amablemente que aquello debían hablarlo con el seguro, que era el que se hacía cargo de todo. Veinte minutos, un robot y dos tonadillas después, dieron con el representante de la aseguradora.

—Buenos días. Me llamo Lucía Centelles. Le llamo porque nos disponíamos a realizar un viaje compartido Barcelona – París pero hemos tenido un accidente nada más salir…

Cuando su interlocutor le explicó que debían resolver el asunto con la compañía de viajes compartidos, ambos reclinaron la cabeza y exhalaron un larguísimo suspiro.

— Menudo follón —resumió Alan.

— A estas horas ya habríamos llegado a Girona.

— No lo pienses. Vamos a llamar de nuevo. ¿Quieres que hable yo esta vez?

— No, tranquilo. Le voy a coger el gusto y todo.

Después de otros quince minutos y amenazas de creciente intensidad —criticar en las redes sociales, poner una queja en Consumo y, finalmente, llamar a la policía— dieron con alguien que conocía el procedimiento.

— No se muevan de ahí, ¿de acuerdo? Vamos a llamar a una grúa para que se lleve el vehículo al taller más cercano. Lo inspeccionarán y, si la avería no puede ser arreglada en las próximas cuatro horas, la empresa les pondrá un medio de transporte alternativo.

— Ya le digo yo que esto no se arregla en cuatro horas…

— Lo siento, señorita Centelles. Es el procedimiento.

— Pues muy bien. Aquí esperamos.

Fuera, Joan fotografió el accidente y terminó el parte. El camionero desapareció en pocos segundos.

— Le ha faltado tiempo —comentó Alan.

— Me quedo con la matrícula, por si acaso —dijo Joan—. No sé si llamar a la policía. Estaba demasiado nervioso.

Por una vez se cumplió la palabra de un agente telefónico, y la grúa llegó veinte minutos después. Fue el momento de despedirse de Joan, que debía ir con su coche. El hombre les agradeció su paciencia otra infinidad de veces. Alan le dio la mano y una palmada en el brazo.

— Estas cosas pasan —dijo Lucía.

— Lo importante es que estamos bien. Y que te hagan un buen arreglo.

Los vehículos desaparecieron de su vista dejando una humareda de polvo. Alan exhaló aire y se echó el equipaje —una bolsa grande de mochilero— a la espalda. Lucía se mordió el labio mientras tamborileaba los dedos sobre su maleta. Habían transcurrido dos horas en las que habían recorrido cinco de los mil kilómetros que tenían por delante.

— Pues nada. Aquí estamos.

— Esto va para largo —dijo Alan—. ¿Tomamos un café?

— Sí, por favor.

Por suerte, la cafetería de la gasolinera tenía un rincón casi acogedor, con sillones y mesitas de madera. Lucía dio un sorbo de su café con leche y suspiró. «Si ya iba a ser un día muy largo…». Observó a su compañero y arqueó las cejas.

— ¿Solo sin azúcar?

Él se encogió de hombros y sonrió con timidez.

— Me gusta el sabor amargo.

Disfrutaron del silencio unos segundos mientras asumían lo que acababa de ocurrir, y la espera que tenían por delante.

— Y ¿qué hay con tu nombre, Alan? No parece español, pero tú sí.

Él asintió. «Está acostumbrado a esa pregunta», dedujo. Ambos dieron un sorbo.

— Es francés.

— Vaya. ¿Eres francés, o tienes familia?

Él se echó a reír. Lucía pestañeó, sin comprender.

— Perdona. Es que es la pregunta de todos los viajes compartidos, y nunca he encontrado la forma de responder. “¿De dónde eres?”. Mi abuela materna era francesa, aunque me habría dado una colleja si me escuchara decir eso. Bretonne, bretonne! Eso habría dicho ella. Menuda era. Pero no vivo en Francia desde hace muchos años. Nos mudamos a Madrid cuando era niño, y después estudié en el País Vasco. Vivo en Donostia desde hace ya… ¿nueve? Sí, nueve años. Dios, cómo pasa el tiempo. Así que, ¿de dónde soy? Ni idea, la verdad. Quizá por eso estudié lo que estudié.

— ¿Topografía?

Alan soltó una carcajada.

— Mira, no lo había pensado… Pero no. Antropología.

— Vaya, interesante. ¿Qué te llevó a San Sebastián? ¿No podías estudiar antropología en Madrid?

— Creo que necesitaba cambiar de aires. En esa época todavía no sabía quién era yo. Necesitaba alejarme para descubrirlo… Pero ya estoy harto de mí. Tu apellido era Centelles, ¿no? ¿Eres catalana?

— Casi. Valenciana.

— Oh. No me digas que te he ofendido a ti y a tus ancestros.

Lucía rió.

— Por ahora no. Aunque yo sí cumplo el estereotipo mediterráneo, en cierta manera. Hice ciencias del mar y si me alejo demasiado de la costa me ahogo. Mi madre decía que debería haber nacido con branquias en vez de pulmones.

— ¿Te gusta la playa?

— ¿La playa? Dios, no, odio la playa. La arena se te mete por todas partes y los libros acaban hechos un desastre. Y menos la de Valencia, que es inmensa y aun así se llena de gente. No, a mí me gusta el mar de verdad. El mar abierto, infinito, tan azul que es casi negro. El mar donde no ves otra cosa que mar.

— ¿No es un poco aterrador?

— Claro. Pero la libertad lo es. Cuanta más libertad, más terror. Así funciona. En el océano no hay nada más que tú. Estás completamente sola. Es una sensación… No hay nada igual. Estás eufórica y triste, te sientes llena y más sola que nunca, todo al mismo tiempo. Es como… totalidad. Y eso te aplasta pero también te libera. Todo pierde importancia.

— Me has recordado mi carrera. Se supone que los antropólogos buscamos comprender eso. La totalidad. La cultura como un todo.

— Interesante. Añádele un barco en mitad del océano, y también te comprenderás a ti mismo.

Alan sonrió. Lucía miró el reloj. Había transcurrido una hora y no tenían noticias de la compañía. Aunque disfrutaba la conversación, el tiempo transcurría despacio. Hicieron una pausa para telefonear a sus familias. Su madre reaccionó tal y como se temía.

Si ja ho sabia jo, Lucia. No sé per què, pero ho sabia. No era bona idea! Estaves bé a casa, amb nosaltres; no havia necessitat d’anar-te’n a França ni a ninguna part…

No ha sigut res, mare. Estem bé i tan sols tenim que esperar.

Dejó que se desahogara un poco más y se despidió. Por la mirada de hastío de Alan, su conversación había sido parecida. Pidieron un segundo café, descafeinado esta vez, y volvieron a su campamento entre los sillones.

— ¿Y qué lleva a una… científica del mar a París? Parece muy lejos de la costa para tu gusto.

— Uf, esa es la pregunta del millón —Lucía se reclinó en el sillón y se pasó una mano por el rostro y exhaló aire—. El resumen es que sólo estoy de paso. Después de París seguiré hacia el oeste.

— ¿Y la historia completa?

Lucía dio un par de sorbos antes de continuar. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Rió para sí.

— Me da un poco de vergüenza contar esto. En realidad nunca he vivido de las ciencias del mar. No directamente, al menos, aunque el mar sí me ha dado… Me explico. Soy pintora. O ilustradora, o como quieras llamarlo. De eso es de lo que vivo.

Alan se echó hacia delante.

— Pero eso es genial. ¿Por qué te va a dar vergüenza?

Ella suspiró de nuevo.

— No sé. Mi vida está un poco en el aire ahora mismo. Tengo veintisiete años, y así estoy todavía.

Alan se rascó la cabeza con una media sonrisa que Lucía no supo descifrar.

— Dímelo a mí.

— ¿Y eso? Venga, ahora te toca a ti.

El joven se atusó la barba y miró al suelo durante una eternidad antes de continuar.

— Hace un par de meses abandoné la tesis doctoral que estaba haciendo. Y sé que soy idiota, ¿eh? Tenía una beca y todo. Pero… Lo dejé —se encogió de hombros—. Ha sido una época muy de océano, como has dicho antes. Lo dejé todo y todo me dejó. El caso es que siempre me ha gustado escribir, desde que tengo memoria, y dicen que los antropólogos son buenos escritores… Pero vivir de eso es casi imposible. Así que aquí me tienes, con veintiocho tacos. Lo mío es peor. No me lo puedes negar.

Lucía rió.

— ¿Ahora vamos a competir por quién está peor?

— Eso se hace, ¿no? A ver quién tiene las cicatrices más grandes y todo eso.

— ¿Y qué sentido tiene eso? ¿Señor antropólogo?

Alan sonrió y aceptó el reto.

— Bueno… España viene de una tradición muy cristiana, ¿no? En el cristianismo el sufrimiento es motivo de orgullo. La base de todo su pensamiento está en el sufrimiento de Cristo. Así que podría decirse que sufrir es una señal de prestigio. Cuanto más sufrimiento, más alto en la escala.

— ¿A todo le dais tantas vueltas?

Alan rió de nuevo.

— Ni siquiera he empezado.

— ¿Y tú, Alan? ¿Qué te lleva a París?

Justo en ese momento sonó el teléfono de Lucía. Era la compañía de viajes.

— Sí, soy yo. Lucía Centelles, sí. Sí. Por Badalona, sí. Así que —miró a Alan— nos van a poner un taxi hasta la estación de trenes y, de ahí, un tren hasta París. ¿Es correcto? Claro, un segundo.

Dieron sus datos con una sonrisa en los labios. Habían transcurrido cuatro horas desde el accidente, eran las doce y media de la mañana; pero al menos ya se veía la luz al final del túnel. Se levantaron de un salto, apuraron el café, pagaron, recogieron el equipaje y salieron al exterior como si les hubieran inyectado una dosis triple de cafeína.

— El tren sale a la una y veinte —comprobó Lucía—. Nos van a enviar los billetes por correo electrónico. Llegamos, ¿no?

— Yo creo que sí. Mientras el taxi no se retrase…

No lo hizo. A los diez minutos llegó un Mercedes negro cuyo chófer, en traje y corbata, les abrió la puerta, les ofreció comida y les preguntó si preferían algún estilo particular de música. Alan y Lucía se miraron conteniendo la risa.

— Creo que este es, oficialmente, el viaje más surrealista que he compartido—comentó Alan.

— Y espera —añadió Lucía—, que aún no ha terminado.

Tardaron algo más de media hora en llegar a Sants, a veinte minutos de que saliera el tren. Imprimieron los billetes y se acercaron a la barrera a paso ligero. Había dos policías junto a ella. Cuando los vieron, señalaron en su dirección.

— Lucía, creo que nos miran a nosotros.

La joven entró en tensión. Era cierto. «¿Y si buscan a este chico?». Desde luego, no parecía un delincuente… Mientras sus pensamientos volaban a toda velocidad, los mossos d’esquadra se acercaron.

— ¿Son ustedes Lucía Centelles y Alan… Le Guen?

— Sí, así es. ¿Ocurre algo?

— Verán, nos han comunicado que iban ustedes en el Peugeot 206 de Joan Guillem cuando ha sufrido un accidente, esta mañana —ellos asintieron—. El señor Guillem nos ha llamado. Hemos interceptado un camión rumbo a Girona que llevaba un cargamento de cocaína. La matrícula coincide con la que nos ha proporcionado el señor Guillem. El conductor del camión se ha dado a la fuga… ¿Les importaría acompañarnos y les hacemos unas preguntas? Tan sólo información, no se preocupen.

Lucía y Alan se miraron y, al mismo tiempo, se echaron a reír. Los mossos se miraron sin comprender.

— Tenías razón, Lucía —admitió Alan mientras se pasaba la mano por el rostro—. Esto aún no ha terminado.

Sinopsis

Tras el inesperado suicidio de su hermano Marcos, la vida de Alan se derrumba: abandona su tesis doctoral en antropología y su novia Irune pone en pausa su relación. Harto de psicólogos y libros de auto-ayuda inútiles, Alan decide hacer lo único que podría permitirle pasar página: volver a la Bretaña de su infancia; la época más feliz de su vida, de los paseos marítimos y la música celta junto a su hermano.

En el viaje compartido Barcelona-París, el azar une su camino al de Lucía, una estudiante de ciencias del mar reconvertida en pintora que, perdida su vocación, no sabe cómo reconducir su futuro. El coche sufre un accidente nada más arrancar; mientras Alan y Lucía esperan noticias del seguro descubren que tienen mucho en común. Los dos viajan a Bretaña: él, en busca de recuerdos; ella, inspiración. Tras una combinación absurda de trenes, taxis y vuelos que los dejan en París un día después, ambos deciden alquilar un coche y viajar juntos.

Alan guiará a Lucía entre las callejuelas de Rennes y Dinan; le mostrará la belleza del atardecer en la costa del granito rosa y la locura del festival intercéltico de Lorient. Guiados por la música de la infancia de Alan, terminarán su viaje en Guérande, en la casa de su abuela junto al molino de Crémeur. Allí, abrumado por los recuerdos, podrá despedirse de Marcos con los versos de Gilles Servat: “Giran, giran las aspas del molino de Guérande / sobre el grano de mis días pasados”.

Unidos ahora por una amistad férrea, se despiden. Lucía se asienta en Bretaña, la mezcla perfecta de mar y belleza. Alan decide recuperar a Irune, terminar su tesis doctoral y convertirse en escritor. En su mente ya se ha esbozado una historia. Se titulará “El molino de Guérande”.

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